Por Jesús Manrique
Junto a mi camiseta dada de sí de los Psychedelic Furs guardo el pañuelo estampado, todavía con olor a tabaco. El pañuelo de ella, que se fue va para nueve años y me sigue pareciendo que no hubiera pasado ni una semana. ¡Cuántas veces he querido abrir los ojos y hacerla visible en estos años tan duros! Desanudarle el pañuelo y proseguir como en un sueño que durase meses y días. Un pañuelo que, como sus ojos radiantes con los que se hacía imposible ir a tientas, dejó de aletear tendido al sol en la cuerda de aquel patio de largos veranos. Un pañuelo que ya no abriga, ni se agita, ni adorna, ni cubre, ni tapa nada. ¿Para qué quiero algo así?
La pequeña silla con asiento de cuerdas destrenzadas en la que me senté durante mi infancia para ver frente al televisor a una deslenguada y rebelde Pippi Calzaslargas sigue en ese rincón de la cámara donde fue a parar. En el silencio de la siesta oigo el ruido de la carcoma devorando su interior, sin augurarle más futuro que a esa cámara que ya no huele a cereales ni conserva el efecto luminoso del añil ni el blanco de la cal. ¿Que sentido tiene guardar una silla mal fachada y carcomida?
Del puesto artesanal con marroquinería y baratijas de la feria conservo la muñequera sin hebilla que me regaló aquella chica de la que decían que era una desvergonzada, orgullosa y superficial, y todo era mentira. Fueron ellos los obscenos y ella toda honestidad. Todavía hoy, cuando leo una novela, me parece encontrar la ilusión por ella en algún renglón, aunque me anote un nuevo tanto de cursilería. ¿Por qué conservo esa baratija? ¿Es admitir que la puedo olvidar?
Al igual que otros ven atentos la televisión, miro los autorretratos de Frida Khalo con monos araña que llegaron de México y que vinieron a ocupar unas paredes desnudas. La Khalo con sus coloridos vestidos de tehuana que apenas esconden el dolor. Con la luz que entra por la ventana se iluminan sus rasgos faciales, también los monos y la bella selva tropical, y vuelvo con mis amigos a las calles, cafeterías y jardines de Coyoacán donde las hormigas de un parterre nos indicaron la forma de resolver los problemas de la humanidad. ¿Para qué necesito estos cuadros, unas copias, unos cachivaches más a limpiar?
Abro la guía de viajes de aquel otro país que visité y me encuentro con las flores frangipani que recogí como un jardinero del mundo por las calles de Sanur, tan llenas de color entonces que aún las llevo en la cabeza, del blanco al amarillo y de los rosados al violeta, con ese intenso olor a fiesta que dan a los aceites aromáticos. Hoy, entre las hojas de papel, aparecen humilladas, secas, sin aroma ni esplendor. ¿Para qué sirven? Me pregunto. Tengo el impulso de arrojarlas a la basura. Pero según lo pienso…
Como mensajes sobre los que cruzar un curso de agua para no atravesarlo a nado, guardamos un anillo ya sin compromiso, un flotador pinchado, un muñeco sin cabeza, el trofeo de un deporte adolescente convertido en nido de polvo, la entrada de un concierto, un poema manuscrito en una hoja suelta con el poder todavía de anular nuestra voluntad, una motocicleta sin llantas, una camiseta que nos está estrecha, cintas de casetes, un cuenco tibetano, un pasaporte caducado… El mundo sigue y todo va quedando atrás, a mucha distancia, intacta la belleza de otras horas, más reales ahora que nunca, sembrados de cosas sin utilidad, poco prácticas, los lomos de tierra donde curiosea el olvido.