Por Jesús Manrique
Los caminos están helados, diría que atónitos. A uno y otro lado la tierra y el verde se hallan cubiertos por la escarcha. Un paisaje limpio e infinito, picoteado por la insistencia nerviosa del graznido de una urraca. Mientras tanto todo se sucede en un orden preciso. Donde antaño estuvieron los viñedos ahora se avista el cultivo extensivo del pequeño árbol del pistacho participando por intereses económicos de la transformación del paisaje. De la quintería construida en el promontorio que domina la visión del entorno apenas resisten sus muros de adobe y el ruinoso palomar sin techo, desde donde el cernícalo de otras mañanas otea el terreno preguntándose quizás por el desmoronamiento y alteración del paisaje que lo ha dejado sin tejados, aleros y oquedades donde realizar la puesta. No queda rastro del molino del río. Ni tan siquiera escombros. Triste suerte. Tampoco se ven rebaños en la vereda. Hace mucho que desapareció el pastoreo. Cayó en desuso la cal y, sin ella y el devenir del tiempo, se desdibujó la blanca y serena belleza de las casillas con chimenea y quinterías encaladas embelleciendo la llanura. Construcciones que protegían del tórrido calor de los meses de verano y de las devastadoras heladas del periodo invernal. Allí se alojaron gañanes y bestias de labor, y fue refugio de vendimiadores y aceituneros en los días de cosecha y otros trabajos de la tierra en durísimas condiciones de vida. La soledad y una paciencia que son silencio amplían el lamento de una arquitectura popular que agoniza. La pregunta más frecuente es qué hacer para poner en valor un patrimonio que carece de monumentalidad y eminencia artística pero cuya simpleza y humildad algo condimentada de complejos lo hace poseedor de una gran hermosura y convierte en manual para el mejor conocimiento de nuestro pasado. Lo que fuimos, somos y… ¿No es posible su reutilización? ¿Una transformación del uso dado el transcurso del tiempo? ¿Convertir el pasado en reclamo turístico? Me lo pregunto pero no tengo una respuesta clara. Desconozco en profundidad los motivos que llevan al abandono del patrimonio histórico, algo que deja horizontes más abiertos, pero también el mutismo de una cultura que se pierde.
Desando los días y, acompañado por el brazo largo de la memoria, vuelvo a caminar por un sendero en la planicie que me lleva a la emoción en unos ojos que sueñan con la casilla, ajena a su esplendor, sin conciencia de utilidad, rodeada por el viñedo con cepas de largos y rugosos sarmientos con pámpanas como duros cabellos algo despeinados. Se adivinan a lo lejos, ya visibles, la pequeña y redonda ventana en uno de los hastiales y en el otro el tiro de la chimenea. Qué emocionante escuchar el sonido de la llave de enormes dimensiones al abrir la puerta orientada al sur, invadir su privacidad, y encontrar el oscuro olor a cerrado iluminado en mi recuerdo por el fuego y un candil junto los basares laterales de la chimenea, el suelo empedrado por donde no ha pasado una escoba, los pesebres y, acurrucados en ellos, los polluelos de cernícalo ya con pequeñas plumas de color marrón y su cabeza blancuzca. Estiro los brazos para tocarlos y se me eriza la piel como se eriza el lomo de un gato. Es poco lo que hay que discutir, en la mayoría de los casos los recuerdos llevan emociones asociadas.
Regreso diferente a como fui de aquel otro tiempo y momentos, de un ya largo y sorprendente viaje. La aparición de un sol redondo y enorme ha derretido la escarcha. Languidece el graznido de la urraca. Avanzo por el camino observando sus orillas verdes. El cernícalo levanta el vuelo desde el desmoronado palomar y asciende hasta planear sujeto por débiles corrientes térmicas empeñado en su búsqueda de casillas, aleros y oquedades. Bajo la luz plena, con la aparición del sol y en absoluto silencio no me cabe duda que debería ser un día nuevo. El cernícalo permanece en el aire, como suspendido en un punto fijo. ¡Futuro!, creo que me dice y habla como un personaje más de las fábulas de Esopo y Samaniego que forman parte del imaginario de mi infancia, como los conejos y gatos de Lewis Carrol o los animales de granja de George Orwell de larga tradición literaria. ¡Sí, a ti! ¡Compañero de camino! Me detengo y pienso que ese camino son décadas de enorme paciencia. Deberíamos firmar un acuerdo, continua hablándome de un mañana en el que estar contento, date cuenta que, de lo contrario, la paz que trae este silencio durará hasta que no quede nada, pero entonces nadie tendrá la gloria.