Por Jesús Manrique
Dice el Diccionario de uso del español de María Moliner que las emociones son alteraciones afectivas intensas que acompañan o siguen inmediatamente a la experiencia de un suceso feliz o desgraciado. Y no es la primera vez que al mirar los álbumes de fotos encuentro en ellos aquel lugar inmóvil de La Mancha sentimental donde viven parte de mis emociones, también lo compartido que da forma a la memoria personal. Distingo en las fotografías las ascuas de antiguas amistades, reconozco a mi tía María barriendo el corral y a mi prima Merce en su más plena juventud, me vienen a la cabeza las cosas que me gustaba hacer, vuelvo a descubrir a las gallinas y su cacareo y la cómoda del dormitorio guardando en uno de sus cajones el pelo de mi hermana reducido a una trenza que se cortó tras la primera comunión en contra de los deseos de mi padre. Reconozco lo que vestíamos, a quién nos parecíamos, las matanzas con mis primos y las mujeres haciendo chorizos y morcillas, la inocencia y la brutalidad de la infancia apedreando a gatitos que se afanaban por salir de los charcos y cómo nos divertíamos. El tiempo sucede tan rápido que cuando queremos darnos cuenta parece que hubiera pasado casi un siglo. Un siglo de los chiquillos que fuimos subidos en el remolque despreocupados y alegres detrás de la aventura, una tarde de domingo de verano al llegar a la ermita del santo, campos de viñas, olivares y rastrojos alrededor y enseguida aspirar el olor inconfundible del agua que era júbilo y que tanto influye en nuestro pensamiento, un agua verdosa, clara o azul oscuro según la hora del día o el cielo: las lagunas de Villafranca de los Caballeros, la Grande y la Chica, que me ayudan a revivir unos recuerdos de mi pueblo que repaso mentalmente y que no son más reales que ahora. Los bañistas, descalzarme en la orilla y meterme en el agua, pisar el cieno decían que beneficioso para la salud que se publicitaba en establecimientos con baños calientes, hundir los pies en él y experimentar la dificultad para caminar… Mi propia vida. Un mundo emocionante de pureza y candidez, libre de problemas y bastante idealizado.
Es cierto que gran parte de lo que queda en la memoria es agridulce, que tiene un innegable aire melancólico. Y también lo es que no somos dueños de lo que sentimos, de lo que nos hizo felices y muchas veces nos parece mejor de lo que fue. Resulta extraño que al mirar atrás recordemos con una sonrisa y cierta condescendencia situaciones y actitudes que en momentos pasados nos parecieron dramáticas. Mi abuelo paterno no vivió lo suficiente como para que pudiera establecer con él conversaciones que me hubiera gustado tener. Era prudente y de pocas palabras, tenía por costumbre decir mi madre. Pero había excepciones y momentos en los que me contaba que las lagunas no solo sirvieron para el baño, sino que también se lavaban allí los aparejos de la vendimia y a las mismas caballerías cuando estaban a rebosar y que los carrizales daban cobijo a patos y fochas. Mi memoria lo trae tan claro como el canto de los grillos que atrapaba en las eras. Hay cosas que se mantienen en nosotros toda la vida. En mi mundo de niño lo recuerdo al llegar de la escuela, ya envejecido, sentado a la puerta de la calle en una silla baja junto a su garrota. Era dejar apenas la cartera en el suelo y todo era llenarme de abrazos, sentarme en sus piernas y él comenzar a llorar, algo que entonces no acababa de entender y que hoy me llena de emociones nuevas y me hace sentir como un privilegio llevar su apellido. Le gustaban las galletas Marías y la leche de almendras que tomaba para merendar y a mí me agradaba mirarlo sentado frente a él: sus manos grandes y huesudas y la piel algo amarillenta. Estaba partido, lo que por aquel entonces, mucho antes de la mercantilización de ancianos en residencias, era vivir un mes en la casa de cada hijo. Mi madre lo cuidaba como si fuera su padre. A medida que pasaban las semanas y se acercaba el día treinta del mes se agotaban sus fuerzas y cuando venían a por él se ponía a llorar de nuevo.
Qué distinto es ahora recordar a mi madre amenazándonos con marcharse y dejarnos solos ante una de nuestras trastadas. Pero no escarmentábamos, no. Poníamos el pan del revés, pisábamos el suelo recién fregado, abríamos los paraguas en las habitaciones… El llanto de entonces por el temor a perderla me devuelve una sonrisa y el miedo sentido tiene el brillo luminoso de un pequeño espejismo. Tanto como pequeña veo hoy la enorme casa de antaño y relativa es la lejanía. La larga distancia que en aquel tiempo existía desde el pueblo a las lagunas no es sino un corto trayecto que ahora me gusta recorrer en bicicleta.
Hoy las lagunas que me dieron tantos bienes se extinguen, desnaturalizadas, agónicas, secas. Y me pregunto si se pudo hacer algo para evitarlo. La climatología, la sobreexplotación de las aguas subterráneas en pos de la producción o quizás el destino y sus tretas nos privan a Villafranca y su comarca de un porvenir de bienestar colectivo, también a las aves, los insectos y los peces que vieron en ellas su tierra prometida. Pero me recompensa el recuerdo de las horas pasadas allí mirando los carrizales y el cielo abierto, y la felicidad que eran los chapoteos. A lo mejor todo vuelve a marchar bien de pronto y la realidad nos trae un agua renovada que regresa a niveles de años generosos, incluso a aquellos otros de los que hablaba mi abuelo cuando también se lavaban allí los aparejos de la vendimia y a las mismas caballerías.