Por Jesús Manrique
A mediados de la década de los setenta había dejado definitivamente de ser un niño. En una España donde los festivales de música llamaban ligera a cada canción, aquella chica de la que estuve enamorado me hizo ver que no tendríamos un mañana juntos, que yo no era trigo limpio por mucho que me empeñase en ir por las calles con su nombre encerrado en mi puño. Es lo que cantaba por entonces un joven Camilo Sesto iniciado en el rock and roll con Los Botines. Un amigo me dijo por entonces que debería ser menos arrogante, no pretender ser una flor cuando tan solo era mala hierba. Me avisó, pero nunca escuché lo que decía aquella lengua tan dañina que anduvo entre ella y yo como Pedro por su casa. Cuando eres joven te parece que la vida es maravillosa, casi un milagro, pero siempre tiene que haber alguien que te pida ser sensato y responsable y acabe sacándote de quicio.
Escuchar a Camilo era similar a rebuscar dentro de mí mismo. Camilo cantaba, componía, arreglaba y producía con la madurez y el desenfado de un gigante Gulliver llegado a un país de liliputs para llevarse a todas las chicas de calle. Algo que un personaje tan prestigioso como Prince, considerado el genio de Minneapolis, no hizo hasta una década después, a comienzos de los ochenta. Pero claro, Prince era norteamericano y Camilo de Alcoy. La consideración y respeto que se dispensa a los grandes músicos en otras partes del planeta no se da aquí, tampoco en los medios especializados, algo escandalosamente injusto. Los prejuicios siempre casaron mal con el eclecticismo.
Camilo es un personaje querido y admirado, crucial en la música en español. Ha publicado más de 30 discos, es el artista con más números uno, 52, lleva vendidos más de 175 millones de discos, medio siglo de carrera profesional, cantado en portugués, italiano, inglés, alemán, japonés… Sus discos se reeditan cada poco tiempo, existen cientos de clubs de fans, es homenajeado en teatros y distinguido con medallas. Hasta el metro de la Ciudad de México se engalanó recientemente con sus fotografías. Records que difícilmente pueden ser igualados. Aun no siendo muy dado a las cifras las menciono por incontestables. En pleno 2017, con setenta años cumplidos, agotó las entradas para los conciertos de su gira americana, que lo llevó desde Santiago de Chile a Nueva York en conciertos memorables. No, el tiempo no lo ha barrido todo. Claro que su voz ya no es lo magnífica que fue, pero sigue su nombre mágico y sus canciones, inalterables ante sus asombrosos cambios estéticos o manías de divo caprichoso. Para seguir adelante basta con creer en uno mismo. Camilo no es solo voz y baladas, traspasa lo artístico para adentrarse en lo netamente sentimental. Es lo emocional en contrapunto a lo racional, una fuerza interior, los momentos de júbilo y el mundo que se extendía por la cabeza llena de pájaros de mi niñez, las caricias de mi madre escuchando los programas radiofónicos de discos dedicados, lo que veo de mí mismo a través de sus canciones, los sueños que fueron dolor por el amor que no conquisté o el adiós de ese otro que se me fue.
Mi capacidad volitiva huye con Algo de mí, su primer gran éxito, que lo convirtió directamente en ídolo de masas. Con El amor de mi vida demostró hasta qué extremo se puede llegar a ser un maestro de los arreglos y la composición. Ha escrito himnos como Vivir así es morir de amor. Y qué decir de la riqueza sonora y dramatismo del Getsemaní de la ópera rock Jesucristo Superstar.
Las canciones de Camilo han trascendido al flamenco, al rock, la bachata, la salsa, las rancheras, el pop… Ha sido contemporáneo de las inmortales canciones del verano, del glam, del punk más salvaje, del heavy, de la música disco, de la oscuridad afterpunk, de la new wave más trepidante, del tecno-pop y la teatralidad de los nuevos románticos y otras aceleradas corrientes musicales, y ha sabido nadar para llegar a cada costa atrayendo en su travesía a artistas de diferentes estilos y generaciones. Músicos como Rosario Flores, Single, Conde, Yuri, Mónica Naranjo, Vicente Fernández, Ángela Carrasco, Corcobado y Manta Ray entre muchos otros, han versionado sus canciones. «Un día lluvioso en la ciudad de Barcelona, Camilo canta melancolía», lo rescataba Miqui Puig en Drama, una de las fenomenales canciones del gran disco de Los Sencillos, Colección de favoritas.
En ocasiones, quizás en busca de la dicha o del mundo de los sueños sensitivos, como escribió magníficamente mi querido amigo Antonio Ramírez Leo en esa joya de canción que es invierno de jueves especiales, me llega el afán de rebobinar aquellas indescriptibles tardes compartidas de la juventud donde el universo era la música, pero no puedo si no tengo un bolígrafo con el que hacer girar la cinta.