Artículo de Opinión de Jesús Manrique
¿Llega el verano brillante y el sol enciende los vidrios? Para ancianos como José, al que apodan el Zahorí, la respuesta es muy sencilla. Sí, pero no. Están los vencejos, en número tal que, a ratos, forman nubes negras obstruyendo segmentos del cielo. José anda en desbandada y cariacontecido. Como para no estarlo. Sus días son como las campanas de las ermitas de los pueblos de interior, tocando alegres unas veces y tristes otras, llamando a los novios y a los muertos. Al caminar arrastra los pies, le duelen las piernas. Uno sabe cuando entran las cosas pero no cuando salen, dice. Es víctima de la realidad material. Su hijo, que también se llama como él, le dice sin miramientos que parece atontado, que no se entera de nada. Y es normal. Su tiempo no está para eso. José prefiere contemplar el vuelo de los vencejos a sentarse frente al televisor a escuchar a gobernantes mentirosos, de oratoria mediocre, que no dan respuesta a las necesidades cotidianas de la gente. Mira con interés hacia lo alto desde el patio. Hay situaciones difíciles que no merecen más consideración, pero no para José. Él no sabe despedirse del material sensible. Ignora que la tristeza que siente de forma permanente se llama melancolía. Hay cosas que nunca volverá a ver. Basten como ejemplos la banca donde duerme la siesta, la silla baja donde se sienta para atarse cómodamente los cordones de los zapatos, la llave que tarda en acertar y abrir la cerradura, el jarrón roto y pegado la noche que le lloró a su mujer pensando que así no lo dejaría, la vieja chimenea perteneciente a otra época… José le había preguntado a su hijo que por qué le hacía aquello, tratarlo como a una mercancía. La gente del pueblo habla y opina que padre e hijo se parecen mucho, hasta en el filo de la nariz. Según rumores, José hijo es de los que se hacen los sordos. No tiene la sensibilidad con la que su padre percibía el fluir subterráneo del agua por medio de la vara de olivo. Últimamente, José hijo se limita a mirar a su padre de forma acusatoria, con el pronto con que prende una cerilla en el rascador de una caja de fósforos. Quiere ser comedido y no gamberro. Sus recuerdos de niño son otros más enlutados. En poco se parecen a las tardes calurosas de los veranos que traen evocaciones de meriendas de pan y chocolate que se derrite al contacto con los dedos. Su resentimiento, su rencor, tiene que ver con las intensas y frecuentes bofetadas que recibía de su padre, con los insultos, los gritos, el mal humor y el rechazo.
José padre sabe que no es agua mansa. Con gestos algo aparatosos de las manos utiliza como argumentos ante su hijo el ardor de estómago que le producen los alimentos precocinados, el buen tiempo del mes de julio, la lluvia y el aire del campo de otros días, las promesas y los deseos perdidos, pero no es capaz de encontrar el punto débil de quien guarda silencio, indiferente al temblor de las personas, como antes del declive sí encontró las corrientes de agua subterránea ayudado por la vara de olivo. Dicen que a la fuerza ahorcan. La casa quedará vacía. José ocupará una plaza en la residencia. Ni la magia del verano con sus vencejos atravesando el cielo permite esconder conejos en la chistera.