Por Jesús Manrique
Vivíamos una calle más allá el uno del otro, éramos casi vecinos, pero solo lo conocía de vista. Recordaba su cara, pero no su nombre. Lo he visto casi cada día al atardecer en mi itinerario de los días laborables al pasar por la puerta de su casa, caminar a tramos por la acera en un invierno caprichoso con frío en la calle, de noches y madrugadas gélidas, aunque en el centro del día el sol se dejase sentir con fuerza. Las calles del pueblo sin apenas transeúntes en un tiempo de pandemia que las ha dejado aún más aletargadas de lo que ya de por sí las adormece el invierno. Lo he visto cubierto con su abrigo y un gorro de lana dando pequeños paseos o buscando tal vez un encuentro con alguien que no fuese él mismo, o puede que ambas cosas a la vez ajeno a las nuevas formas de comunicación que posibilitan un mayor vínculo con los otros. Serio y ensimismado me miraba con discreción cada vez esperando acaso mi saludo. Y yo, sin tener en cuenta esa señal, sin que mis actos acompañasen al pensamiento, no le ofrecía un educado adiós o una simple observación después de tan repetidas coincidencias en la calle. ¿Qué esfuerzo me habría costado? Un feo gesto por mi parte, pienso. O lo mismo él se limitada a mirar sin ver ni esperar nada, acostumbrado al pesar de cuando no salen las cuentas, a las noches largas o a tragar sus reflexiones interiores como de la boca al estómago pasa la saliv
Una corriente de aire empujaba hacia la calle la cortina que tapaba la puerta de su casa donde seguro que antaño también debió alojarse la alegría. Y en ese pequeño intervalo de tiempo en el que nos cruzábamos al caminar me llegaba una sensación de frío equiparable al de su interior que yo le achacaba en mi cabeza. Un día supe que vivía solo. Una soledad quizás no deseada, un aislamiento impuesto, sin las relaciones ambicionadas. Una soledad diferente a esa otra elegida que nos enriquece. A solas leemos, escuchamos música, ordenamos nuestras cosas, planeamos los años futuros, lo que queremos o no para nuestra vida…
Pero un día ya no lo vi. Ni tampoco al siguiente. Y una tarde, al pasar junto al tablón de anuncios del ayuntamiento, vi su fotografía impresa en una esquela. Mentiría si no dijera que hablé de ello en mi casa. Pregunté sin que ahora recuerde mis palabras y me respondieron que se había suicidado, o al menos era lo que se decía como una sospecha flotante que pasa de boca en boca, que un vecino dio la voz de alerta al ver la puerta cerrada durante varios días y las ventanas entreabiertas. A veces las imágenes nos llegan de una forma tan simple que basta ver una fotografía para mantener frescos los recuerdos y las emociones que traen consigo. Y lo veo en la calle envuelto en sus reflexiones, en su abrigo y su gorro de lana, junto a su puerta y la cortina empujada por la corriente de aire. Cuesta imaginar a alguien obteniendo los medios para quitarse la vida, para poner fin a la angustia de un no categórico como respuesta a la pregunta de si es posible salvar algo todavía, para poner fin al dolor hondo de problemas sin solución, a la desesperanza de a quien se le hace la vida cuesta arriba, a la falta de familia y amigos como impulsos tan poderosos de esa vida, a pensamientos que abruman, a no poder cerrar los ojos para escapar de una rutina sin sabor en la garganta, a buscar en el cielo y no encontrar, a la necesidad de tener alguien que nos escuche y que frente a nosotros no haya nadie, solo el silencio que desgarra como el hierro de una soledad crónica. Cuesta escribir las palabras, estremece analizar los motivos que pueden llevar a una persona a una muerte tan violenta, a realizar un acto de consecuencias tan dramáticas.
Todo ello no deja de ser conjeturas, probablemente nada ocurrió así y se trate de una historia de ficción generada en mi cabeza. O quizás sea una forma de disculparme por haber pasado casi cada día por su puerta sin haberle saludado.
1 comentario
Una vez más me enriquece leer a Jesús Manrique.
Cuánto puede decir en tan pocas líneas.
Es pura poesía.