Por Jesús Manrique
Gerrit llegó desde Alemania huyendo de los paraguas y las tardes grises para establecerse en Mallorca. Nadie puede vivir contigo, le había dicho aquella mujer hermosa que dificultaba sus individuales condiciones de vida. Pero nunca se sintió un incomprendido ni necesitó de primeros auxilios para parejas en apuros. Moverse libremente, por un amor o por un capricho, era para Gerrit una clara tendencia a incrementarse. Había vivido en los Alpes suizos, cerca del Danubio y volado desde Düsseldorf hasta el páramo italiano. Ahora, sentado en el banco del jardín mallorquín, entre un limonero y dos membrillos, las canciones le saben a mojito y los días le traen la brisa que sopla desde el este dejando baja presión cerca del suelo, donde hacen su labor las lombrices de tierra. Mira las grietas de la pared por donde trepa la buganvilla invadida por una diligente colonia de hormigas. Sin alterar sus hábitos más allá de las inoportunas llamadas de teléfono, cuida de las boronias a pleno sol, de las flores de arroz rosa, de las hortensias, de las colas de león, de las lágrimas de amor y otras plantas resistentes que soportan bien el viento y el ambiente salino de la costa. Con el buen tiempo, anhelando el verano, también han llegado al jardín las abejas del norte de África, los moscardones, las avispas, las libélulas, las mariposas del sur de Francia, las arañas rojas y las grisopas verdes de Turquía, las depredadoras y esas otras que se alimentan de polen y néctar. ¡No hay nada semejante a los jardines!, parecen exclamar los insectos con su zumbido. Sin fronteras, libres como Gerrit de ir de acá para allá, ocupan el edén a sus anchas. Había soñado Gerrit durante tan largo tiempo con aquella vida mediterránea que ahora no podía esconder la felicidad de los sueños que acaban en gozo. Vivir era olvidar la mala leche y merendar bizcocho de naranja, bajar a pie por los senderos que conducían a las calas para chapotear en el agua azul turquesa y hacer nudismo. La costa libia estaba lejos, pero cuando miraba el mar, en aquella dirección donde estaban los mares de arena del Sáhara, capaces de hacer desaparecer a valientes exploradores sin dejar rastro, creía oír un rumor extraño, como el de un enjambre queriendo llegar a Europa a toda costa.
Desde Trípoli, los guardacostas instituidos por la aporofobia y el dinero europeo sin dilemas morales, no se mueven en el subsuelo como las lombrices de tierra. Pueden ver el mar y sospechar más allá los jardines de Europa. Son hombres jóvenes, muchachos que un día fueron compasivos y batieron palmas delante de chicas que movían la pelvis al ritmo de danzas orientales típicas de las bodas, y que ahora no dudan en tomar una decisión al golpear con el rifle o dar una paliza. No es tarea fácil para ellos, no, hacer frente a tantas deportaciones sumarias. Solloza el mar de Libia, un mar de corrientes y profundos fondos marinos, delimitado al norte por las islas griegas, comunicado por otros mares, el Jónico, el de Creta o el Egeo, con ciudades bajo sus aguas que hoy ya no se nos antojan tan románticas. Anhelando un futuro mejor, como las grisopas y las abejas, las mariposas, las libélulas y otros insectos polinizadores del jardín de Gerrit, un hervidero de hombres, mujeres y niños flotan a pleno sol sin alimento ni agua soportando el viento salino en barcas neumáticas en busca de las flores de los jardines de Europa.
A un joven migrante camerunés, casi un niño que dejó atrás un balón y unas piedras para marcar una portería, le queda mucho camino por recorrer, como al resto de sus compañeros de viaje. Huye del infierno de los conflictos armados de su país, una tierra belicosa, descarnada, cautiva y despótica a resultas del reparto de África en la conferencia de Berlín, a base de cartabón y escuadra. Viaja apretado, como cuando miles de africanos fueron llevados a América, con el miedo a ser devuelto a Libia aun desconociendo el cierre de los puertos italianos en una maniobra de nunca acabar. Tiembla al pensar en las playas de cantos rodados, a caer en manos de los guardacostas sin escrúpulos que lo devolverían a las mazmorras de Tarik al Marat, a Sebha o a Kufrah, atado como un animal, que lo entregarían a una milicia como esclavo, o a traficantes de personas que les ordenaban desnudarse a ellos y a las mujeres a lavarlos delante de todos. Él nunca tuvo una erección y así pudo librarse de que le cortasen los genitales, pero ellas… Fueron violadas con un palo por su falta de pericia. Pegado a él se sienta Elvis, un chico burkinés que ha cruzado el gran desierto de arena. Tiene cicatrices inflamadas en el pecho desnudo. A sus apenas veintidós años conoce bien la endeble línea que separa la vida de la muerte. A nadie le cuenta sobre el búnker oscuro donde le practicaron cortes con cuchillo y pellizcos con tenazas, el habitáculo donde escuchó el llanto de su madre al otro lado del teléfono pidiéndole perdón por no tener dinero para pagar lo exigido por los traficantes y acabar con el sufrimiento de su hijo, con la violencia de imaginarlo desnudo y atado, listo para el maltrato. Nunca concibió la madre que los humildes sueños de una vida mejor pudieran exigir tanto sufrimiento.
¿Abovedamos acaso nuestros jardines para impedir la entrada de las abejas, las avispas, las mariposas, los moscardones y las grisopas? En el Mediterráneo surgen preguntas y de las olas no se obtienen respuestas. ¿Algún barco de rescate? ¿Un puerto seguro?