Por Jesús Manrique
Tendemos a dramatizar o no, pero todos somos inestables. A veces, por motivos tan desconocidos para muchos como las leyes de la física, nos llegan momentos de júbilo en los que nos sentimos grandes y otros en los que nos gustaría desaparecer, como le ocurrió a las cartas y cintas de vídeo hace ya mucho tiempo. Dentro de ese contexto nos brillan los ojos con los nombres para nosotros mágicos de quienes creemos únicos en el mundo, y lloramos cuando nos llega la desgracia y el infortunio. Perdemos cosas que creemos importantes: un vuelo de conexión, el dinero que sostiene nuestro estado de bienestar, un teléfono móvil, nuestra capacidad volitiva o lo duradero vuelto inconsistente. Perdemos hasta las formas y a veces, sin darnos cuenta, toda la vida. Es erróneo pensar que porque nos emocionemos o sonriamos con lo que nos sucede, otros, en idénticas situaciones, han de sentir lo mismo. Lo que altera a una parte a la otra deja tan panchos. Las bromas que a unos hacen reír, otros no las entienden. Lo que para unos es emoción y poesía, para muchos es ridículo. Pero eso no es todo. Da la sensación de que la mayoría nunca sabemos lo que queremos, de que siempre dudamos, algo parecido al pesar que queda después de lo que consideramos una mala acción que no es otra cosa que remordimiento. Es por eso que al compararnos con quienes son perseverantes con ellos mismos y sus ideas, nos parecen tan dignos de admiración y nos llevan a juzgar nuestras debilidades como un fracaso. Muchas veces las razones del pensamiento, lejos de explicar situaciones complejas, no traen sino más confusión.
Pero poco podemos hacer para detenerlas. Da igual que volemos a Barcelona o Indochina y nos alojemos en un moderno y elegante hotel donde el personal nos atiende en inglés, árabe o malayo. Las cavilaciones se dilatan y llega el sufrimiento de desear que las cosas sean distintas a como fueron. Y es entonces cuando el hasta nunca convertido en el puntapié de quien ha entendido la infidelidad en la pareja como una traición y ruptura del amor (mientras que para el otro fue deseo), se instala en la habitación con minibar del hotel y hace uso de la conexión wifi gratuita, de la piscina, del centro de fitness, del restaurante con cocina de autor y del baño con zapatillas. Nos acompaña al deshacer la maleta y al sentamos en el borde de una cama extragrande concebida por nuestra cultura occidental y el capitalismo. Curioseamos por la habitación donde han dormido cientos de hombres y mujeres, donde han amado y disfrutado quizás de placeres ocultos sin percatarnos de las manchas de la moqueta, de lo absurdo de siete blancas y cómodas almohadas, de la posibilidad de que fuese el otro el que estuviera equivocado. No podemos hacer que las cosas sean diferentes a como han ocurrido. Pero siempre estamos a tiempo de expulsar la culpa que llevamos dentro.
De lo que nos sucede podemos tomar el azúcar o decantarnos por lo que ya desde el principio sabe salado y luego deja un regusto amargo. Cabe convertir en diversión lo aburrido e infumable, voltear las causas injustas, tomar con frivolidad lo que es demasiado profundo o colorear los notevayasnunca de quienes nos han abandonado con un resplandeciente color de labios.
Las cosas ocurren así. Y luego somos nosotros quienes las aceptamos de forma natural o exorbitante, con la calma que trae el otoño o la tristeza de las habitaciones de hotel, donde por momentos se alojan dramas que no caben en una maleta.
Por Jesús Manrique. www.jesusmanrique.com