Articulo de Opinión, Por Jesús Manrique
¿Qué harás cuando tu madre no sepa quién eres? Lee en la publicidad de uno de los autobuses de la empresa municipal de su ciudad esa pregunta que, dentro del taxi, le emociona y estremece. Piensa detenidamente y le llega un silencio feroz y con él, el miedo a vivir sin el puntal al que agarrarse, a afrontar los días sin tenerlo todo controlado, a lo huero, a lo que es irreversible. Se afloja el nudo de la corbata. Se indigna aún más por los recortes en dependencia, sanidad e investigación de un gobierno que regala el dinero a los poderosos. Llama a su madre por teléfono. No se atreve a decirle lo que pasa por su cabeza. Le refiere bagatelas. Ella le cuenta que en el pueblo hace mucho calor, que hay tormenta, que llueve fuerte y hace viento. No recuerda lo que ha comido, lo que ha hecho durante el día, si la han llamado sus nietos o alguna amiga de toda la vida ha ido a verla. Son días que pasan y no dejan otro rastro que el desánimo de las plantas de interior expuestas de pleno al sol.
Al acabar la llamada imagina a su madre vestida de domingo: blusas y faldas coloridas para mujeres con curvas. Le duelen los desayunos con churros y chocolate, los novillos en clase, las veces que ella insistía en lo perjudicial del tabaco y a él, adolescente, le entraban más ganas de fumar. La recuerda sentada a la puerta de la calle tomando el fresco en las noches de verano. Y no había nada que le gustase más que verla comer sandía a bocados, con el desparpajo, con la insolencia de quienes no se avergüenzan de lo que hacen. Le gustaría pensar que todo es mentira para bajarse del taxi como un delincuente que se vale de las prisas para marcharse. Piensa en volver. Perder la memoria es como quedarse sin clara, sin yema, sin una lengua viva, solo con la cáscara.
A la noche, al llegar a casa, le sigue dando vueltas a la pregunta que viaja en el autobús de la empresa municipal, mientras acaricia a Gorky, su perro. ¿Qué hacer para resguardarla?, parece preguntarse con la prontitud con la que deseamos proteger a los nuestros. Y continúa pensando en el lado duro de la supervivencia, al leer los diarios digitales, los correos electrónicos o cuando curiosea en las redes sociales. Aparece la falsa realidad, el engaño de los sentidos durante los cuatro minutos que dura una canción. Toma soda con güisqui escocés. Y duerme mal. No hay intermedio. Se despierta cien veces. Y nada más levantarse, y cuando se afeita para ir al trabajo y se cepilla los dientes, sigue la obstinación de la intimidad y los sentimientos.
En momentos así, da mayor valor a la ingeniería genética, a quienes fabrican humanos artificiales. Le gustaría ser Rutger Hauer en el papel del androide Roy Batty, tener su fortaleza para escapar de amenazas, emociones y malos augurios. Es difícil, lo sabe, debería ser realista, pero por pedir que no quede. Es legítimo programar la memoria para confinar la angustia y la nostalgia, para terminar con el dolor ante una enfermedad que avanza inexorable que no tiene cura.
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