Por Jesús Manrique
Hoy, de forma inesperada, ha llegado la lluvia. Y su aparición me ha hecho mover el ánimo en un verano dejado de la mano de Dios y me ha infundido un profundo deleite al vivir lo que es siempre para mi el extraordinario espectáculo de una tormenta, con sus nubes de un blanco brillante y el siniestro gris plomizo. La ha precedido un aire caliente y opresivo en el silencio de la siesta. He escuchado el rugido distante de un trueno que me ha hecho recuperar sensaciones y estímulos que forman parte de la memoria que regresa cada vez como una de esas motivaciones subconscientes, como una fecha señalada o un aniversario. He oído la tormenta desde el patio, anticipada por las vivas sugestiones que la habitan. Un olor intenso se ha extendido por la casa sorteando desde lo alto un gato escuálido, zigzagueando entre chimeneas y aleros y trayéndome reminiscencias de una infancia de tirachinas y cuentos en tardes largas que me han hecho sonreír. ¡Ay, la sempiterna infancia! Las hormigas que predicen el tiempo han dado la voz de alarma sorprendidas en su trabajo en calma y vuelto raudas y en fila a cobijarse a su hormiguero. Las he observado detenidamente y, como un hilo conductor, se me han enredado en el pensamiento perezoso e insulso de un verano anodino, echado a perder, dicho con menos melindres. Así que aquí nos encontramos, parecían dialogar las hormigas procesando la información mientras meneaban sus antenas en ángulo y su estrecha cintura. Con la seguridad de haber colonizado casi todas las zonas terrestres del planeta aparentaban tener claro la paralización del trabajo colectivo en apoyo de la colonia. Si la tormenta era percibida para mi como un placer para ellas era sinónimo de peligro.
¡Y por fin la lluvia! La he escuchado abofetear de pronto los cristales y el borboteo del agua en los canalones, la he visto entrar campante por puertas y ventanas abiertas, arrastrar el polvo de las tejas y los pequeños montículos del hormiguero, romper la tela de una incansable araña, crear gorgoritos en los charcos del patio y me ha parecido volver a la inocencia.
Como una pausa, un breve paréntesis del ardiente verano, la lluvia de la tormenta ha cerrado las flores de natural belleza de las portulacas, asustado en sus cestos a las coloridas surfinias y calibrachoas, han desaparecido los gorriones de la higuera, guarecido las tórtolas en el laurel, escondido en su nido una ocasional salamanquesa y quedado desierta la entrada del hormiguero. No es un pensamiento novedoso ni demasiado intelectual, es mucho lo escrito sobre las hormigas y su correspondencia con los humanos, pero analizo que allí abajo conviven en armonía hormigas estériles, grupos especializados, obreras y soldados que han puesto en práctica su potencial para modificar hábitats y establecer modos de defensa priorizando lo colectivo.
Ha tronado y relampagueado buena parte de la tarde y llovido de forma intensa. Tanto es así que, por momentos, el cielo violento se partía en dos, como quien grita tenso por la ira o da un puñetazo. Luego, la tormenta y su tímbrica se han ido debilitando hasta cesar y perderse los truenos y relámpagos en la lejanía. Han vuelto los gorriones y volado las tórtolas y, con el sol, ha reaparecido el color vivo de portulacas, surfinias y calibrachoas. Pasado el peligro las organizadas hormigas han salido de su confinamiento formando hileras, reparando el rastro perdido.
A veces, cuando no se espera nada, un día insospechado sucede la lluvia, y nos sorprende, y las hormigas nos regalan su capacidad de comunicación entre individuos y el arte de resolver problemas complejos. Pero ¡cómo lamento decirlo!: ya no hay un niño detrás de la sonrisa.