Por Jesús Manrique
No es porque haya llegado el otoño, la estación donde se cosechan los frutos de todos los proyectos. Ni porque su vida decline de la plenitud hacia la vejez. Ha sido una simple fotografía, una imagen sin manipulación digital como otras muchas que le ha llegado por medio de una de las nuevas aplicaciones para teléfonos móviles. Desde la terraza elevada de un café con buganvillas se ve el gentío de la plaza, se intuyen los puestos de zumo de naranja, de especias, el humo de los chiringuitos de comida y hasta el olor de la menta. Sentada en el sofá la ha asaltado una imprecisa nostalgia, como de algo que nunca volverá a ser. El pensamiento incide en su memoria de una forma tan dominante como el fucsia de las buganvillas. No es de extrañar que se pregunte cómo ha podido hacerlo todo tan rematadamente mal, como si hubiera caminado en círculos que la han llevado a encontrarse en la misma jaula de madera y alambre. Observa cada centímetro de las fotografías que ahora llegan a su cabeza para ver dónde está la grieta. No puede cerrar por más tiempo los ojos a la realidad de haberse pasado media vida equivocándose. Las fantasías son eso, viajes que cruzan por la mente igual que recuerdos mezquinos o excitantes.
Como parte de sus aspiraciones a encontrar la belleza tropezó por azar con viajeros afines tan semejantes a ella como las alas de un insecto con los que ha compartido la magia de las palabras, lágrimas, gestos de júbilo y tonterías. Ha dado clases de pintura, de iniciación a la danza oriental, de narrativa y hasta de canto e interpretación. Ha viajado de Essaouira a Damasco a través de Tozeur y Alejandría trayendo consigo fotografías a color de los jardines y vergeles del Mabreb. Con la tranquilidad de no saberse Jane Bowles ha sentido el espacio vacío y sin límites en Wadi Rum, y se ha embelesado con las danzas sufíes, giros místicos que propagaron sus ondas periódicas hasta en los platos de sopa, y jugado al regateo con el amor de aquel chico que no dejó de abrazarla en la pista de baile iba ya para tropecientos años. Las fotografías son también detalles de las reflexiones, de cuando se creyó una divinidad egipcia que navegó con remos de plata y velas púrpuras y todo el lujo sentimental al que estaba habituada en busca de Marco Antonio, que les llegó a los cuarenta como un huracán de categoría cinco para descargar sobre ella y sin despeinarse todo su potencial devastador. Como nadie te quiere, tengo que quererte yo, le había dicho él entonces medio en broma con una frase de Bertolt Brecht que la dejó noqueada y estableció con ello un antes y un después.
Las fotografías esconden a veces una esclarecedora realidad. Son el pasado del mañana al que con cierta regularidad regresa la nostalgia, y tienen el don de traernos un brillo ya inexistente y provocarnos con él una sonrisa, o un sobresalto que produce dolores de cabeza.