Por Jesús Manrique
A estas alturas de la pandemia no debería quedar lugar para la duda: el virus no potenciará en nosotros la sensibilidad, ni esparcirá sobre nuestras cabezas el polen de la generosidad y su fragancia, tampoco nos hará reconquistar la armonía o el respeto ni el juicio crítico que da el conocimiento, no al menos en aquellos que tienen la bronca y la ira como patria y bandera. Así revienten dicen como matones en sus críticas al Gobierno de la Nación y a las autoridades sanitarias quienes no sienten reparo moral alguno y en su día a día está el expandir la mentira, el resentimiento y el odio hacia todo quisque que no pase por su cedazo.
Un personaje tan consciente como Antonio López anticipaba la vanidad y el cainismo del comportamiento humano. El hombre no aprende fácilmente ni se arrepiente de lo que hace, decía recién declarado en España un inédito estado de alarma, respondiendo así a la pregunta de un amoroso periodista que pensaba que de esto saldríamos diferentes (mejores), apostado en la misma Gran Vía madrileña que López adelantara en los años setenta de forma detallista, desde la calle Alcalá hasta perderse en Callao, inquietante sin peatones ni vehículos. Era hacia allí, ¿verdad, Antonio?, el individualismo al que nos dirigíamos.
Solo había que tener presente el pasado o mirar hacia él, aunque fuese de soslayo, para que cundiera en nosotros el mayor excepticismo. Tras los primeros días de desconcierto, algo normal en una sociedad alterada, pronto se hizo evidente que daba comienzo la barra libre de todo tipo de exabruptos y comportamientos, principalmente de malquerencia hacia el Gobierno de España encargado de luchar contra un virus asesino convertido en pandemia global: los reproches generalizados de centralismo de los partidos nacionalistas, el simplismo punzante de los que no gobiernan, la movilización de las emociones por quienes se apropian de la identidad nacional, los tertulianos televisivos convertidos en expertos virólogos, el cuestionamiento de la ciencia por parte de los antivacunas, las nuevas tecnologías y redes sociales como difusores de bulos transformados en desinformación viral dando fe de lo peor de cada uno, las caceroladas de los ricos resistiéndose a que nadie les diga cuando pueden o no salir de compras, las infracciones por parte de ciudadanos de las normas de confinamiento, los lumbreras acusando al gobierno de no dar la talla, la presión de las oligarquías económicas, la acusación de imponer mordazas y recortes de libertades, que sí, que lo eran, pero ante el espanto de un virus que a fecha de hoy ha causado cerca de un millón de muertos en todo el planeta además de rojas cicatrices. Y todo ello iba a ser solo el primer trago.
El mundo ha sido asolado por pandemias tan letales como la de la viruela, el sarampión, la peste negra o el VIH. Solo la viruela mató a más de 300 millones de personas. Pero importa poco que los hospitales se hayan visto colapsados, que los tanatorios no hayan dado abasto y tenido que instalar morgues inmediatas.
Ni el miedo y la angustia de la población ante la enfermedad ni el impacto emocional de las muertes masivas, como razones que podrían explicarlo todo, han sido suficientes para ponernos a trabajar juntos. La muerte a gritos de los mayores en residencias sin importarnos su suerte, sus sueños ya perdidos, es un delito que sobrecoge y que merece un capítulo aparte.
La derecha extrema de nuestro país, escrupulosa y puntual en toda su arrogancia, ha dejado clara desde un primer momento su posición desafiante, baste como ejemplo, puesto mil veces ya, el de la presidenta de la Comunidad de Madrid, un personaje esperpéntico y ridículo (repartió bocadillos en el hospital de campaña de Ifema y quien sabe si hasta algún cucurucho de patatas fritas en aquel acto multitudinario), una persona con delirios de grandeza (fue capaz de retratarse evocando a la Virgen de los Dolores) y ese enfermizo deseo de sangre, una mujer que no está capacitada para asumir ningún tipo de gobierno, siempre yendo a trompicones, con las manos en la masa, embadurnada de la peor harina. Capaz de indecencias tales como unir la enfermedad con la inmigración y la delincuencia. Su jefe, el presidente del primer partido de la oposición, un personaje sin límite en su ambición de profundidad de la caída del contrario, avisaba al presidente del Gobierno de la travesía de un calvario, algo totalmente incomprensible ante una emergencia así que nos afecta a todos, una penumbra larga, con la frialdad de quien no sopesa el daño de las palabras. Es razonable pensar en su alegría dado el camino de adversidades y pesadumbres de quien ha tenido que actuar a contrarreloj, como el resto de gobiernos mundiales.
Vemos ahora que muchos de los que se venían quejando del mando único, de despotismo, alardeando que eran ellos quienes sabían lo que era mejor para los ciudadanos y haciendo un uso político de la pandemia, claman ahora y llaman a dejar las armas que han mantenido siempre en alto echando mano del mayor cinismo y piden alarmados la actuación del Gobierno central, una tutela, por mucho que quieran llamarlo de otra forma. Lo que viene a ser el reconocimiento del desastre, de su incompetencia para llevar a cabo lo que les compete y para lo que fueron elegidos por los ciudadanos.
No hay vacuna para quienes suben los escalones del insulto peldaño a peldaño y hacen tañer la campana. Pero algo bueno hay en todo ello, no se esconden, llevan a la vista sus crotales de identificación en las orejas