Por Jesús Manrique
El lenguaje oral, el escrito, nuestra forma de vestir o los gestos son algunos de los lenguajes que utilizamos para comunicarnos con los demás. El lenguaje nos lleva a emitir e interpretar señales. Con la expresión verbal, con la voz, somos capaces de conmover y emocionar. Hacemos que suenen en los oídos de quienes nos escuchan un enjambre de violines haciéndoles sentir protagonistas, y llevamos la tristeza del confeti y los globos a medio desinflar esparcidos por el suelo después de una fiesta. Podemos maltratar y hacer daño y herir el amor propio (que tan bien hace que nos sintamos con nosotros mismos) al manifestar opiniones salidas de tono y hacer cosas que para algunos significan humillación y desprecio, las ofensas de identidad. Vestimos de una forma que a unos parece estrambótico, y al cuestionar su opinión responden airados hablando de descaro, como si se atacase su honorabilidad.
Pasa algo muy parecido con los amigos que nos llaman indignados porque mantenemos la amistad con quienes cortaron, porque nos hablamos con quien ellos no se hablan. También están los que te dan su opinión sin preguntarles. Que, si hemos engordado, envejecido… Siempre puntuales a la hora de opinar. Son los que dicen no gustar de la hipocresía, porque prefieren hablar claro, como si el resto no supiésemos decir cosas que nadie quiere escuchar y hacerlo igual o mejor. Y están también los que hablan por detrás cuando damos un tropezón.
Es increíble que en los últimos años hayan proliferado los juicios por ofensas a sentimientos religiosos de quienes profesan determinada religión. Tiene toda la pinta que el código penal de la España franquista sigue trabajando en la España democrática. Es interminable el listado de demandas, querellas, sentencias, archivo de casos… Ciertos autodenominados cristianos (fundamentalistas) denuncian ataques a los derechos fundamentales de los cristianos, viendo delitos de escarnio a la religión católica que un joven suba a Instagram un montaje de su cara y la de Cristo, pero no es así cuando algunos sacerdotes hacen comentarios altamente ofensivos ante los medios de comunicación, señalando que hay niños que desean el abuso sexual y provocan, cuando desde los púlpitos no solo se sigue haciendo política, sino que enfrentan a miembros de eso que dicen proteger tanto, la familia.
Están a quienes insulta la razón crítica, el pluralismo lingüístico, que se trabaje por la memoria, al menos por aquella que no fue un paraíso. Es ya crónico que les ofenda la diversidad cultural mientras aplauden el uniforme de la Legión. Pasa lo mismo con los homófobos que no soportan al transexual valiente y sin complejos que camina por la ciudad o forma parte de una cabalgata de Reyes Magos. Hablan de un ataque a la tradición, de un circo navideño subido de tono no indicado para niños, llegando voces desde la radio llamándolos de una forma tan degradante como es maricones de mierda. Pero ese ruido no aparece al año siguiente y se tilda de broma (que no tiene ninguna gracia) la utilización de un pequeño para pedir en una carta a esos mismos tradicionales Reyes Magos la muerte del presidente de un país.
Ofende que las mujeres elijan el lugar donde quieren estar en esta sociedad, sea el que sea, incluso escandaliza que disfruten con su cuerpo. Ocurre algo muy parecido con que otros no tengamos su idea de país acotado. De país (el que ellos entienden) donde cantantes de segunda escriben letras para un himno que dan vergüenza ajena por su simplismo y torpeza, que deberían cantar en casa con la familia o los amigos haciendo payasadas, pero que interpretan delante de un público fervoroso envuelto en banderas.
Da la sensación de que los ofendidos siempre están a un lado y que al otro nos hallamos los venidos a este mundo como convidados de piedra. Y no. También hablamos, y alto, de la sociedad que no queremos para el futuro. Nos ofende que políticos con un mecanismo mental primario llamen prácticamente analfabetos a niños de comunidades que no gobiernan mientras ellos inflan sus currículum con títulos de universidades extranjeras con cursos impartidos aquí: varios posgrados universitarios en apenas tres meses de verano, y sin ir a clases ni hacer exámenes… Nos asquea que hoteles construidos en la costa de forma ilegal permanezcan en pie tras años de sentencias que ordenaron su derribo mientras viviendas unifamiliares son desalojadas de forma violenta en cuestión de meses. Nos enfada el hostigamiento de grupos ultra a las puertas de clínicas abortistas para obstruir que las mujeres puedan ejercer su derecho a decidir. Produce sonrojo la pobreza de argumentos y su simplismo grosero. Nos insulta la visión sectaria de lo que muchos llaman despectivamente buenismo. No buscamos un mundo de caramelo. Es mentira cuando hablan de aversión a la cultura occidental. Importa el dolor, el de allí y el de aquí, porque no solo nos emocionamos con los libros o las películas. Hiere la dignidad escuchar algo tan canalla como que el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres es igual al de un hombre o una mujer con un perro u otro animal. Esto es mucho más fácil de decir: son indecentes. Pero no por eso vemos delito de odio. Son ellos mismos los que se hacen despreciables ante los demás. El amor es siempre mágico y cuando se rompe pone muchas veces la vida patas arriba, por igual a hombres y mujeres. ¿Quién dice lo que es ofensa y lo que no? ¿Hasta dónde pueden criminalizarse las emociones, la ira, la excitación, lo que sentimos cada uno ante mensajes que entendemos inaceptables, ante la mala educación o el comportamiento que no nos gusta de los demás?