Por Jesús Manrique
Ellos ya estaban aquí cuando nosotros llegamos. Construyeron sus casas, las compraron o alquilaron para formar familias, pueblos y ciudades y una sociedad plural de esta España que sigue siendo madre y a la vez madrastra. Son ellos, por quienes confieso en voz alta mi mayor respeto. Han sido ellos los que nos educaron para un mundo de valores, amor y fe que ya no existe y nos contaron que hubo años alejados de esa rebeldía inherente a la juventud en los que su alimentación consistió en algarrobas y peladuras de patata, ellas, las que dejaron los suelos brillantes de tanto fregarlos y sus rodillas en carne viva, ellos y ellas, los que le dijeron a su amor quiero estar contigo y al oír su voz se desbarataron sus sentidos, los que con sus formas cultas o rudimentarias y no tan bien habladas nos hicieron comprender algo mejor la vida, aunque fuese como un mar que al mirarlo muchas veces nos entristece. También hubo quienes nos hablaron con una grosería insultante y los que nos dieron sus besos y caricias y ahora mucho de lo que fueron forma parte de nosotros, y los que ofrecieron lo mejor de sí en el campo del que nos mantenemos y en las fábricas donde manufacturaron los electrodomésticos a los que nos hemos acostumbrado y creemos no poder vivir sin sus comodidades.
En realidad, si miramos bien, nuestros mayores eran el agua de la lluvia imprescindible que llenaba nuestros ríos. Y en consecuencia ocuparon las oficinas donde escucharon solicitudes exigentes y atendieron las tiendas y mercados con el mayor salero. Son los que dirigían y actuaban en las películas con las que nos seguimos emocionando y a las que volvemos llevados por nuestro estado de ánimo, con esa forma tan propia que tenemos de alimentarnos con las historias deslumbrantes. Son los que pintaron los cuadros ante los que hemos permanecido boquiabiertos en los museos, esos otros que tuvieron mil ocupaciones antes de atender las terrazas y restaurantes recogiendo cáscaras de gamba y huesos de aceituna, los que pusieron voz a las canciones con las que hemos bailado y escribieron los libros en los que encontramos la nostalgia y el miedo abiertos, los transgresores y avanzados a su tiempo que huían de la mediocridad y los que estuvieron en la lucha por la libertad que tanto cuesta, son los que dieron clases en las escuelas donde supimos de valles y cordilleras e inventos y progresos técnicos y científicos que revolucionaron la historia de la humanidad, los que en un salto mortal tomaron aviones a lejanos lugares por primera vez en sus vidas, empujados por la necesidad dejando atrás el perfume de unos labios, con el pensamiento puesto en volver para empezar de nuevo.
Pero un día esas madres y padres con los que nos sentimos unidos por lazos eternos ya no fueron la lluvia que llenaba los ríos. El mar se convirtió en estanque y la vida dejó de traer sorpresas a una existencia a la que se le agotaban las páginas. Muchos de ellos abandonaron sus casas con verdaderas ganas de llorar esta vez para no empezar de nuevo, casi convertidos en seres invisibles, y ocuparon una habitación compartida con un desconocido en una de tantas residencias de ancianos de aparente vida en calma donde el silencio parece cristalizado, donde prevalece la quietud y se hacen visibles las ausencias. Geriátricos públicos, religiosos o pertenecientes a fondos de inversión, con servicio de masajista y peluquería o con apenas un asistente por cada cincuenta usuarios, sin tiempo para mirarlos siquiera. Y ha sido allí donde la indolencia de nuestra sociedad y la voracidad implacable de la COVID-19 ha podido con la fragilidad de miles de ellos.
Sobrepasa lo imaginable, es imposible de entender la falta de humanidad (tal vez habría que redefinir su significado) de quienes dictaron protocolos y dijeron haberlos enviado por error a las casi quinientas residencias de la Comunidad de Madrid, epicentro de las muertes y otra vez ejemplo de cruel abandono, para no sacar a los enfermos del virus de los geriátricos y llevarlos a los hospitales. Ya en su momento el propio consejero de Políticas Sociales de Madrid en una declaración que dice mucho del tamaño de la tropelía cuestionó la ética y legalidad de las actuaciones de su ejecutivo. Es vergonzante que tuviera que ser el ejército en una labor impagable quien asumiese la actuación en las residencias de todo el país para valorar la situación de nuestros mayores. Y origina el mayor espanto el solo hecho de imaginar cadáveres de ancianos en sus camas, abandonados, fallecidos sin atención médica. Parecen sacadas de las páginas más escandalosas de la literatura y películas de terror las narraciones de los militares hablando de mayores encerrados en sus habitaciones con el pulso estremecido en las venas, golpeando las puertas llevados por el temor a afrontar la enfermedad y la muerte, buscando el consuelo en sus familias. Y ese otro escenario de los que tienen mermadas sus facultades cognitivas y ya ni recuerdan su nombre y dormitan o permanecen horas con los ojos retenidos ante un absurdo televisor, sentados en sillones sin decir esta boca es mía.
No tendremos perdón si olvidamos lo vivido en nuestra zona de confort, si hechos de tal magnitud no son motivo de reflexión y nos cuestionamos el modelo de cuidados que queremos, si comulgamos con ruedas de molino y nos comportamos como una sociedad narcotizada, si dejamos pasar estos crímenes y, aunque creamos pinchar en hueso duro, no ponemos toda nuestra voluntad en que la justicia sea implacable y contundente con quienes dieron las órdenes de no trasladar a los ancianos a los hospitales y son condenados por ello, también los responsables de las residencias que no estuvieron a la altura. Seremos tan fríos como los planetas más alejados del sol si no exigimos con voz firme a los poderes políticos las investigaciones formales y necesarias para saber quiénes dejaron morir a nuestros mayores.
Porque podremos lograr lo que siempre hemos soñado, aunque para ello tengamos que ir al fin del mundo si alguien nos lo pide, incluso cambiarle el rumbo al tiempo, conseguiremos crear fármacos que ayuden a nuestro cuerpo a combatir las enfermedades y vacunas que generen inmunidad y tener una memoria extraordinaria, tocaremos el cielo con la invención de la radio, la televisión e Internet y algo tan simple como un arado, tendremos aviones y todo lo que nos ha ayudado a conquistar el espacio cuando la Tierra se nos quedó pequeña, sabremos abrir los labios y pedir perdón con el llanto en los ojos y llegar a otros planetas y sentirnos infinitos, pero aun con todo, si lo vivido y la muerte en los geriátricos de ancianos enfermos que debieron ir al hospital no hace mella en nosotros, si no sentimos el pulso estremecido de los mayores en nuestras venas, si no nos falta la respiración ante el dolor y la pena de los que, ya para siempre, tienen la voz dormida, no seremos nada.