Por Jesús Manrique
Los poemas son pequeñas historias apenas entrevistas, un nido vacío, semiescondido en un árbol sin hojas o la caja de cartón con libros abandonados en la calle con la que me he tropezado hoy, en una esquina, junto a un buzón de correos. Me he agachado para mirar en su interior. Las tapas medio abiertas. He permanecido así un tiempo. Libros delgados de pocas páginas, gordos bien rollizos, de pasta dura y económicas ediciones de bolsillo. Mis dedos han acariciado sus páginas para descubrirlos, para dudar, elegir y descartar. ¡Todos son de poemas! Mis ojos se han hundido en ellos queriendo encontrar al poeta y sus versos, sus temores y sueños: flores del mal, lugares en el infierno, arboledas perdidas, campos de Castilla, niños yunteros y ciudades cero. La caja bulle, todos me dicen que quieren tener un destino nuevo. Ha sido uno de esos pequeños y redondos momentos de días esperanzados de esta nueva primavera que se resiste a serlo.
Al llegar a casa he abierto el buzón y, entre facturas y propaganda política, he encontrado una postal manuscrita de alguien que ha pensado en mí y me ha convertido en recuerdo al otro lado del océano. He sonreído y sentido el ánimo de las veces que me he dormido sintiendo que era especial para alguien. Una postal manuscrita, las conversaciones con amigos en las que deberíamos invertir más tiempo o un libro de versos son cosas que deberíamos hacer durar.
Si vivimos, si miramos el mundo, es corriente que los gestos cotidianos nos aceleren el pulso. Hay tanta impertinencia y mala lírica. Es difícil encontrar la belleza entre la prisa que se instala en la vida llena de obligaciones, de compromisos porque no sabemos decir que no, de una preocupación entre el agobio por hacer cosas y no disfrutarlas, que en ocasiones convertimos la vida misma en el significado humorístico de la palabra poema. Pero aunque cueste no es imposible anteponer lo verdaderamente importante, dejar atrás el descontento. El expatriado al salir del centro de salud para curar sus dolencias mira el cielo emocionado con las estelas que dejan los aviones dando una lección de como se lleva la cabeza alta. Las mismas estelas que, desde el otro lado de la ciudad, hacen trazar una vida por delante al abuelo que cuida de su nieto mientras el niño juega en el parque. Aunque también están esos otros, los que exclaman a menudo ¡sanseacabó vuestra fiesta! A ver, que yo me entere, ¿dónde está escrito quién puede volar y quién no ha de separar los pies del suelo?
Cuenta María Teresa León en su Memoria de la melancolía que le dieron el alto a Miguel Hernández, que comprendió mal y echó a correr. Insistieron y él se resistió. ¿Qué llevas ahí?, le preguntaron. Versos, respondió él. ¿Versos?, le contestaron agresivos y burlones. Le arrancaron de la mano los papeles. Él los insultó. Ellos le golpearon, le amenazaron con la culata de los fusiles. Cuando lo dejaron marchar ya no quedaban ni paz del río, ni soledad sonora ni canto de pájaro.
La paz, la soledad y el canto. Esa paz que guardo del niño que fui sorprendido ante la sartén y la lumbre viendo como los granos de maíz que quitábamos a las mazorcas sufrían una metamorfosis mudando en florecientes rosetas, o al comer la sopa de letras que formaban palabras estrambóticas en el caldo del cocido. Vuelvo la vista atrás para escuchar el canto diverso de las perdices cuando me escondía entre las siembras verdes jugando a encontrar sus nidos. ¿Y qué hay de la soledad?: la fotografía de mi madre tan extremadamente joven y embarazada. ¿La mujer que lleva en su vientre a un hijo puede darlo a otra y nunca más saber de él?, le pregunto. La miro a sus ojos, que fueron canciones, olivares y pétalos. Da un suspiro que es como un pensamiento. Imagino que quiere decirme tantas cosas… Es perturbadora la belleza que el paso del tiempo confiere a los recuerdos y a las heridas que aún siguen abiertas.
Preparo una taza de café en la cocina y, por un momento, me distraigo con el tintineo de la cucharilla convertido en el sonido de la campana de mano con el nos llamaban a entrar uniformados en el colegio. Uniformados como también nos quieren con corbata y chaqueta para pasar revista en el trabajo, con el blanco en las bodas y el luto en los entierros. He tomado uno de los libros encontrados en la calle
«Dime, ¿qué placer tiene una vida sin pecado? Si castigas con el mal el mal que te he hecho, dime ¿cual es la diferencia entre tú y yo?», me ha preguntado uno de los poemas. Y me he creído un dios, desprotegido, torpe, indolente cobarde y privilegiado. Qué triste cuando alguien querido olvida nuestro nombre. Tanto como parecía necesitarnos, me dicen ahora los poemas abandonados. Y me preguntan a coro: ¿En qué recodo de su memoria estaremos?