Por Jesús Manrique
En mi pequeño universo, como seguro que en el de tantos otros millones en el planeta, son impensables intrigas y atropellos de tal trascendencia y retorcida perversidad.
La lenta agonía de los glaciares, la deforestación acelerada, el calentamiento global. Son situaciones tan siniestras. Es todo tan desolador. Un informe de WWF dice que entre 1970 y 2014 desaparecieron el sesenta por ciento de los mamíferos, aves, peces y reptiles de nuestro planeta. Algo en lo que pararse a pensar sin dilación y muy detenidamente. Los paraísos naturales de Sudamérica y Centroamérica son los que se llevan la peor parte. La sobreexplotación de la selva por quienes maniobran para que no se llegue a la verdad, la actividad agrícola de los receptores de sobres de dinero de origen delictivo. No solo Berta Cáceres o Samir Flores, cientos de personas valientes con una concepción ancestral de la tierra siguen muriendo asesinadas cada año y a una edad tan temprana por defender esa parte del planeta. Con el respaldo y la falta de sensibilidad de los gobiernos se construye una carretera o se explota una mina en mitad de una selva. Desde la Patagonia hasta el norte de México se falta al respeto de los wixárikas, los sarayakus, los aymaras, los quechuas, los mapuches y cientos de poblaciones nativas más mientras la ONU celebra el Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
Los bombardeos turcos sobre sitios históricos arqueológicos como el Templo Ain Dara en el Valle de Afrín en Siria, han acabado con un monumento construido por el Imperio Hitita, con 3000 años de antigüedad y similitudes con el Templo de Salomón: esculturas en piedra de leones y esfinges, huellas e imágenes de animales. El pasado, el presente y el futuro de una civilización milenaria destruidos en un solo momento por un ataque aéreo. Desde las pequeñas poblaciones del valle han oído caer las bombas. Y temblado de miedo. Pueblos de hombres, mujeres y niños campesinos que recogen la aceituna con varas y zarandas como han hecho desde antaño en una balsa de olivares, entre tumbas piramidales con sarcófagos bizantinos. Les han bombardeado los caminos hacia Alepo, donde se fabrica su milenario jabón con ese mismo aceite de oliva. Las bombas de racimo han hecho estremecerse a las fábricas familiares vacías y a cada casa habitada donde llegan astillas de madera para una estufa con la que apenas se quitan el frío, con un puñado de lentejas y pan duro cada dos meses de la ayuda de fuera. Hasta cuándo las explosiones de las bombas, los francotiradores y los terroristas.
En India los mercados callejeros se llenan de verduras y frutas de colores rabiosos, tanto como la masa enfurecida y descontenta con la decisión de haber puesto una multa a los violadores de una niña, que queman la casa de la menor violada con ella dentro. La pequeña de ocho años quemada viva pertenecía a una categoría inferior según los prejuicios de la sociedad india, donde son denunciados cien casos de asaltos sexuales diariamente a pesar de la aprobación por el gobierno de la pena de muerte para los violadores de menores de doce años. Hay quien se cuestiona que leyes así puedan servir en esta tradicional sociedad para salvaguardar los derechos de las mujeres. En India las mujeres no son solo agredidas sexualmente, también al resistirse son desfiguradas con botellas rotas y ácido.
En mi pequeño universo, como seguro que en el de tantos otros millones en el planeta, son impensables intrigas y atropellos de tal trascendencia y retorcida perversidad. Es por eso que despierta en mi esa sensación de mundo siniestro y desolador donde no hay humanidad, ni mucho menos moralidad, empujado por la obsesión del dinero y su poder y dominio. Un mundo avaro aquejado de una enfermedad mortal que traslada a cualquier lugar de la Tierra: no pensar en el mañana y creerse dueños de la naturaleza. Y a un lado y sin relevancia esa parte inmensa de los pueblos que despiertan cada día sin derechos, tratando de matar el hambre, con el miedo a las agresiones sexuales, con militares que los encañonan, sin medicinas contra el dolor, sobrecogidos por crímenes horrendos, con menos metros de selva… ¿Que por qué perdemos la fe en el género humano?
Y entretanto subsistimos, buscamos con afán esos pequeños espacios para la felicidad, para seguir como las palmeras que permanecen intactas en medio de la destrucción de los huracanes, para crecer como las espigas empujadas por la fuerza que brota de la propia tierra.