Sus dedos forman una cruz sobre los labios.
Su voz ha vibrado tan hondo que el silencio se impone a los dos (José Luis Sampedro ‘La sonrisa etrusca’)
Tras el éxito cosechado por el joven escritor de Villafranca de los Caballeros (Toledo) Jesús Manrique, con su segundo libro ‘El Invierno que Vendrá’, reproducimos parte del primer cuento de los once que componen el libro
La nieve de principios del invierno se acumulaba en los tejados y en las esquinas de ciertas casas de Sorielves del Cigüela situadas a la umbría: en la calle del Pescado, en la del Ferrocarril, en el paseo de la Laguna… Amalia y Clemente sustituyeron el recorrido diario de las mañanas hasta el puente de la Tejera por una visita al notario. En un embarrado patio de recreo, frente al edificio en el que se encontraba el despacho en la calle del Pesca-do, grupos de niños con uniformes a rayas y bolsillos y cuellos de color verde se alineaban haciendo ligeras eses en la formación mientras colocaban una mano sobre el hombro del compañero que tenían delante. Amalia los observaba desde el ventanal del primer piso. Goteaban los tejados de las aulas donde Juan Ramón cursó la EGB.
Por razones ajenas, Clemente se había puesto uno de los anticuados trajes Príncipe de Gales que utilizaba algún que otro domingo. También en ocasiones especiales en las que solo se da por correcto un atuendo socialmente impuesto. La corbata y el pantalón le oprimían en exce-so el cuello y la cintura. Se ciñó una vez más a aquel inútil formalismo, pero no estaba de acuerdo con Amalia en que la casa con el huerto, el solar junto al cementerio, sus ahorros y el deteriorado molino pegado al río, único en Sorielves, donde procuró salir airoso ayudando a sus suegros antes de comenzar a trabajar de camillero en el hospital del pueblo vecino, pasasen sin más a ser propiedad del hijo único. No eran viejos y el mundo daba tan-tas vueltas a diario. Pero esta vez Amalia se había salido con la suya. ¿Por qué le consiento tanto?, pensó antes de firmar. Leyó dos veces el último párrafo del testamento. El sillón de escay empezó a serle incómodo. Era la misma clase de malestar que sintieron algunos vecinos ante la celebración de las primeras elecciones municipales tras la guerra que inundaron el pueblo de carteles electorales. Pidió un vaso de agua a la secretaria. Le pareció inoportuno discutir el asunto nuevamente con su mujer ahora que estaban en el despacho notarial, echarse atrás después de haber tomado una determinación de mejor peor gana. Su extraña percepción de la intimidad hacía que fuese riguroso en privado con ella, que nunca se alterase delante de los demás y que le consideraran un hombre juicioso, dotado del don de la condescendencia. Un reluciente «espejo de calle», tal y como llamaban en Sorielves a quienes tenían esa doble forma de comportarse. La secretaria, acostumbrada a moverse en aquel tipo de situaciones, miraba el paseo de la Laguna que se veía empañado por la neblina imaginando tal vez el uso dado a los conos que se elevaban por encima de la deteriorada tapia de la bodega del Parral.
A Clemente nunca le gustó mostrar las desavenencias familiares frente a desconocidos. Los domingos de libranza quedaban en el bar más popular, llamado La Rondilla, para tomar el aperitivo con una prima de Amalia, conocida en el pueblo como Hilaria la de las Mortajas. Antes de salir arreglaba el jardín que sembró detrás de la casa en una pequeña porción del huerto anejo, porque Amalia se empeñó en cultivar algunas flores y plantas para no ver todo aquel terreno de labor tan huérfano, sin verduras ni legumbres, habitado solo por las octogenarias higueras. Hilaria y su marido siempre llegaban tarde y enfurruñados a la cita del bar. De continuo temió Clemente que en cualquier momento el matrimonio pusiera sobre la barra, sin miramientos, junto a las cañas de cerveza y los champiñones en salsa el reproche permanente en el que habían convertido su relación y llegaran a aquellas desagradables situaciones que le provocaban enojo y vergüenza.
Le ponía de mal humor escuchar a Hilaria contarle a Amalia lo equivocadas que estaban las mujeres si pensaban que la delicadeza y el amor que demostraban los hombres durante el noviazgo eran para siempre. Tenía una idea fija de ellos que los convertía en unos mentirosos incapaces de arreglar lo que estropean, que nunca saben escuchar y que todo lo que les pasa a las mujeres en la pareja se lo tienen merecido por ser unas cegatas que solo piensan en los besos y arrumacos y no les paran los pies cuando se pasan de la raya. ¿Y de Juan Ramón, qué? ¿Sabéis algo?, acababa Hilaria por preguntar siempre. Los ojos pardos de Clemente la miraban de través sin esconder que no le inspiraba ninguna confianza. Nos escribe mucho, pero no nos llama, respondía Amalia sin llegarle la voz a la altura del pecho
Ante los titubeos de Clemente, el notario le preguntó desde su sillón si tenía algo que objetar al contenido del documento. ¡Claro que lo tenía! ¡Cómo no! Hace años que no ve al hijo que vive y trabaja en Houston, en uno de esos imponentes centros de construcciones aeronáuticas, y siente rabia y despecho hacia él. Hay días en los que quiere verlo sobre todas las cosas, hablarle como no se hablan los hombres de forma habitual y hacerle ver que lo pasado pasado está y contarle que su madre se ha empeñado en que el gato duerma con ellos a los pies de la cama, decirle que hace meses que quitó de la bandeja trasera del coche el perrito al que de pequeño tanto le gustaba ver balanceando la cabeza con el movimiento del automóvil. Le diría que reconoce su terquedad, aun-que ahora es menos intransigente y ya no discute tanto como antes con su madre, porque a ella se le ponen los labios del color malva pálido azulado típico de los que sufren un infarto, y le da miedo y le viene el remordimiento fruto de la mala conciencia. Querría contar con él para llenar, aunque fuese de aire, los territorios de la rutina que vino de las afueras sin llamarla, decirle calmado cosas que nunca le dijo, aunque al pensarlo se enfurece de nuevo y es vehemente como el embate de la lluvia. Querría preguntarle si eran aquellos artefactos del espacio con los que trabaja y que salen en la tele-visión los que le habían contagiado su frialdad. ¿Nunca iba a perdonarlos? ¿Qué siente cuando recibe carta de ellos? ¿Y al tener tan cerca los cohetes a propulsión?……El resto de la historia la podrán continuar leyendo en https://www.jesusmanrique.com/