Artículo de Jesús Manrique
A la memoria de mi padre
Nos despedimos con abrazos y besos, con nuestras mejores palabras de ánimo en momentos en los que cuesta sonreír, también con convencionalismos más o menos sinceros y, en ocasiones, con palabras soeces que muestran nuestra propensión a los impulsos poco prudentes. Llegamos hasta la ofensa y a los gestos airados al sentimos agraviados. Y lloramos, cuando nos dejan o la muerte rompe una parte de nuestra vida. Se marcha el actor y queda el escenario. Decir adiós es perder a quienes desde siempre han estado ahí, como la firmeza que conlleva la constancia, como lo están el aire o el cielo constelado, para hacernos fácil respirar o encender una luz para calmarnos el llanto.
Mi padre tenía por costumbre dejarnos hacer, ser una presencia libre y generosa, el hombre a quien aquel niño que fui me hizo sentir tan protegido por su capacidad de resistir a los contratiempos, por desprender esa fuerza tan visible que me hacía creer en él a pies juntillas.
Es difícil verlo en su completa y real manifestación, se interponen docenas de años, pero el sol áspero como una estera de los veranos de La Mancha llena mi cabeza de crío; y lo veo en el corral, podando el naranjo que se helaba en los inviernos, y al poco en el patio, sujetando de una cuerda de tender la ropa una manguera a la que embutía una alcachofa por la que brotaba el agua vivificante en aquellas felices tardes de la infancia. Una infancia a la que llegaron sus esperadas postales de calles o aviones con los vuelos de Lufthansa, contándonos su opinión sobre aquella ciudad europea tan lejana para nosotros a la que tuvo que marchar para trabajar en la fábrica, cartas con las que mi madre lloraba en un rincón, para que no la viésemos, casi a oscuras. Luego llegaron sus fotos desde Francia, tan serio como en las que le hizo el retratista el día de su boda a la espera de los veranos de sus sueños. De Madrid regresaba con libros de cuentos coleccionables, con las primeras revistas musicales y las novelas de terror por fascículos que tanto me gustaban. Y un día llegó el único bofetón, imposible de olvidar.
Los fines de semana que trabajábamos en el campo me hablaba sobre el respeto a las lindes y el trazado de los caminos, con la dignidad de un hombre fiel a la costumbre, a las leyes no escritas, que no sabe de segundas intenciones. Encendía una lumbre para calentarnos a la hora del almuerzo preparado por mi madre, cuando el hielo endurecía la tierra y nuestras manos se amorataban al recoger los sarmientos cubiertos de escarcha. Lo veo en mi imaginación subido a su bicicleta, pedaleando por un camino donde la nota de color la ponían siempre los olivos. Sus chispeantes ojos azules se oscurecían al hablar de las malas cosechas. Tengo que reconocer que, al igual que tantos otros hombres de su generación y entorno, tenía un conocimiento natural de las cosas. Algo que fastidiaba a aquel muchacho que fui lleno de sueños, verlo tan seguro de sí en su empeño porque no dejara los estudios. Y aunque me ganaba la ilusión por llenarlo de grandeza, aquella seguridad suya me empujaba de forma ingenua a hacer lo contrario a sus recomendaciones convertidas en cuidados, esos con los que confortó a mi madre la noche en que aquel maldito constructor ajeno a nosotros derribó su casa mientras dormían.
Con los años y la insensibilidad con la que vienen las malas noticias, le sobrevino la enfermedad y el susto de la sangre. Y las manías y el dolor, que llegó al igual que el tañido perturbador de una campana. Atrás quedaron los veranos de sus sueños. Necesitaba de nuestros brazos para llegar a la cama, como antes yo, de niño, necesité de los suyos. Y cayó en picado, sin aire, sin alas, como le ocurre a las cometas.
Me siento un intruso cuando la burocracia me empuja a rebuscar papeles en ese armario y cajones que ya no va a abrir y donde campa un obstinado silencio; y me emociona encontrar esas cartas de noviazgo guardadas por él, que mi madre le envió durante el servicio militar en la Escuela de Estado Mayor. Esas que soy incapaz de leer más allá de ese espero que a la llegada de mi carta te encuentres bien. Y entre las cartas de noviazgo rescato una de su amigo Juan, felicitándolo por haber logrado conquistar a su Conchita. Tengo que cuidarla, refería de mi madre antes de que la enfermedad lo encogiera, llegado ya su invierno, cuando yo lo llamaba pesado por tener su nombre en la boca a cada instante. Si se me va, se marcha mi mejor amiga, decía con convencimiento. Recojo tras la estufa de leña los pequeños envoltorios de los caramelos que liaba a modo de torcidas y tiraba en cualquier lugar, y me estremezco como el naranjo del corral al presentir otro invierno.
A la memoria de mi padre, por Jesús Manrique
1 comentario
Siempre es un placer leer a Jesús, esta carta a manera de despedida que escribe a su padre, no está exenta de sentimientos como no podía ser de otra manera, porque cuando Jesús escribe despierta todos los sentidos al leerlo. Te hace participe de sus narraciones con su manera de describir, situándose en el momento y el lugar de lo escrito. El amor que demuestra a su padre en esta despedida se palpa por la fuerza del relato.