Por Jesús Manrique
Los recuerdos son golondrinas viajeras obligadas a volver por un instinto migratorio a lo que se resiste a ser olvidado. Hoy, en la cocina y con mi padre, al partir una sandía en dos mitades, su intenso color rojo y olor dulce han sacudido mi memoria. Me han trasladado al principio, a la casa de vecinos donde viví y en la que el patio era su eje central. Dos familias bien avenidas que, en las noches de verano, como los mosquitos y los murciélagos, ocupábamos el gran patio donde se almacenaban las sandías cosechadas por Aurelio. Diré de paso que fue el lugar donde descubrí mis primeras inquietudes de la adolescencia. La sandía me ha traído el recuerdo del verano de 1975 con un sol de siesta que lo ocupaba todo. Fueron días en los que la sobrina alemana de nuestra vecina Julia, casada con Aurelio y a quien apodaban la Giganta por su altura y corpulencia, pasó una temporada con nosotros. La chica se llamaba Frieda y era un bellezón moreno venido de Hannover. Aquellas semanas, la Julia, hinchada como una llueca por el orgullo de tener a su sobrina en la casa y con la seguridad de quien no admite una coma mal puesta, decía portentos del hermano que tuvo que emigrar al extranjero al comienzo de los sesenta. La tienda de ultramarinos era el escenario idóneo para lanzar flores a su tierna sobrina: ¡Es guapísima y buena chica!, aunque algo finústica, eso sí. Y no porque aplicara el adjetivo a la finura y distinción de la alemana, que también los tenía, sino por lo que su concepto de delgadez le traía a la cabeza. Recuerdo que lo que más le gustaban a Frieda eran los encurtidos y las ensaladas de pepino y tomate, lo que llamábamos pipirranas.
Con la Julia y Aurelio el de las sandías vivía su única hija, la Pruden, una chica ya no tan joven que si no consiguió en la vida mejores cosas fue porque siempre estuvo bajo la férula de su madre. Las recuerdo así, con el nombre precedido por el artículo que hoy hurtamos para no ser tachados de ignorantes y paletos, aunque con ello se pierda uno de los matices más llamativos de nuestra característica forma de hablar. Hace falta valor, decía la Pruden de su prima, medio en broma medio en serio, al verla salir a la calle con aquellas faldas tan largas que casi le tapaban las sandalias y unas camisetas tan cortas que le dejaban al descubierto un ombligo tan carnal y delicado como el estambre de las flores donde se produce y guarda el polen. La chica sonreía y hablaba por los codos entregada a un juego de fingimiento con el mismo entusiasmo con el que los chicos la piropeaban en la calle. Aurelio tampoco perdía de vista a su sobrina, aunque siempre con recelo, con esa opinión desfavorable que los ignorantes tienen acerca de lo que no conocen bien, como un bobo al que le hubieran pasado una patata caliente. Mi conciencia crítica de aquel momento me trae a Aurelio con una inteligencia muy justita para llegar a entender la singularidad de los jóvenes. Para ser sinceros diré que era un perfecto imbécil.
Aquella tarde de siesta en la que mis padres y hermanos no estaban en la casa me asomé a una de las ventanas que daba al patio al sentir voces y ruidos poco frecuentes. Una sandía volaba casi alcanzado las tejas siguiendo a Aurelio, lanzada con fuerza por la ira de la giganta Julia. Había perdido los papeles por completo. No puedo decir que tuviese buena puntería. El melón de agua estalló en el suelo. ¡Tranquillón!, faltó la Giganta a su marido con aquel sustantivo masculino.
Aurelio no transigía con que Frieda discutiese su autoridad o que mostrase su opinión y que esta fuese contraria a la de él, y le había pedido que volviese a Hannover antes de lo previsto. Vivir con ella era para él una cuestión molesta y peligrosa. Lo dicho antes, un auténtico imbécil.
Aunque mi relación con Frieda no pasó de una atenta cortesía por su parte, malinterpretada entonces por mi inquietud adolescente, la memoria me la trae convertida en una sandía refrescante, abierta en dos mitades y puesta a la solanera del patio, un lugar donde los rayos de sol fueron los realmente molestos y peligrosos. Hoy, después de tantos años, me he acordado de todo esto. Muchas veces los recuerdos se producen sin avisar, a cualquier hora. El estímulo más leve o intenso, dulce o triste, basta para traernos el retorno de lo vivo lejano, escribió magistralmente María Teresa León en su Memoria de la melancolía. ¿Dices que a cuento de qué lo recuerdas? No seas tacaño. Cómo no vamos a acordarnos de los buenos ratos y de las cosas que nos dieron contento, dice mi padre más modestamente partiendo una raja de la sandía.