Por Jerónimo López Mozo
La del alba sería cuando un día (que no era de los calurosos del mes de julio), sin dar parte a persona alguna que no fueran nuestras mujeres, Luis Añover Zarza y yo salimos de Quintanar de la Orden por donde están el rollo de Justicia y la ermita de Santa Ana. Íbamos con grandísimo contento y alborozo soñando con recorrer los lugares de su término por los que, siglos atrás, transitó Don Quijote.
No en él era el causante de que nos hubiéramos conocido, eso sí, con el auxilio de esa red informática mundial que llamamos internet. Era nuestro primer objetivo dar con la encina a la que Juan Haldudo, el rico labrador vecino de la villa, había atado a su criado Andrés para propinarle una soberana paliza en castigo a no guardar con el debido celo la manada de ovejas de su propiedad. Luego, era nuestra intención llegar al camino que se divide en cuatro en el que, dudando por cuál seguir, el caballero andante dejó que lo decidiera la voluntad de Rocinante. Si dábamos con él, malo había de ser que no lo hiciéramos con el paraje que, a dos millas de distancia, fue escenario de su encuentro con los mercaderes toledanos que iban a comprar a Murcia. Por despiste nuestro o porque ya no existan, ni encontramos la encina ni llegamos a la encrucijada, de modo que tomamos la sabia decisión de deshacer lo andado. En esas estábamos, cuando nos topamos con dos perros y decidimos bautizarlos con los nombres de Barcino y Butrón, los mismos que tenían los que el bachiller Sansón Carrasco había comprado a un ganadero del Quintanar para regalárselos a Don Quijote cuando ya tenía puesto el pie en el estribo. Nuestro propósito era llevarlos con nosotros y presentárselos a nuestras parejas como los descendientes de tan famosos canes, lo que nos permitiría disimular, aunque solo en parte, el fracaso de nuestra excursión. No colaboraron los, en este caso, poco domésticos animales, pues nos recibieron con tales ladridos que daban miedo. Nos alejamos de ellos a toda prisa y no paramos hasta que dejamos de oírlos.
Mientras recuperábamos el aliento, caí en la cuenta de que, si bien Cervantes citaba en su universal novela el pueblo de Quintanar, no lo hizo con cariño, pues el único de sus vecinos que aparece en ella no era ejemplo de virtudes, sino ducho en el uso de la pretina como látigo y remiso en el desembolso de la soldada de sus sirvientes. Bien podría haber compensado esa tacha eligiendo una de sus casas como morada de la sin par Dulcinea, pero prefirió instalarla en otra de la cercana población de El Toboso, que queda a poco más de un tiro de piedra. Y no hablemos ya de los perros, que si aquellos Barcino y Butrón eran tatarabuelos de los que nos espantaron, es posible que fueran tan mordedores como ladradores. No quise comentarle esto a Luis por no disgustarle, pero, en mis adentros, seguí dándole vueltas al asunto. Algo no cuadraba. ¿Caben en un mismo pueblo hijos tan distintos como Haldudo y Zarza? Sin duda. Pero, ¿por qué Cervantes se fijó en aquél y no en otro que se pareciera a éste? Como admiro a Cervantes, al que tanto debo, puse todo mi empeño en encontrar un motivo que no fuera el de su animadversión al pueblo y sus moradores. No se me ocurrió que tuviera otro que el que hoy llamamos exigencias del guión. Dando esto por bueno, tuve por seguro que, aunque yo no lo recordará, alguna de sus obras incluiría algún pasaje cuyo escenario fuera el Quintanar y que, los sucesos en él narrados, contribuirían a honrarlo y dejar de él la mejor fama. Así, pues, dediqué los siguientes días a escrutar sus escritos. Indagué, con ninguna fortuna, en sus novelas, las ejemplares y las otras. Seguí, luego, por sus comedias y entremeses, sin olvidarme de sus piezas mayores. Tampoco lo hice de sus romances y sonetos, incluidos los que venían a darle la razón de que el cielo no quiso concederle la gracia de poeta. A punto de arrojar la toalla, me adentré en la que fue su obra postrera, la titulada Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que es, lo confieso con rubor, la que tengo menos leída. No es extraño, pues, que llegado a la tercera página del capítulo nono del tercer libro, el corazón me diera un vuelco. En ella aparece escrito el tan buscado topónimo. Cervantes lo puso en boca de Antonio, uno de los peregrinos que se dirigen a Roma. Llegado el grupo a un lugar distante tres jornadas de la villa de Ocaña, el citado personaje pregunta a un hombre que toma el fresco sentado a la puerta de su casa: “¿Por ventura, señor, este lugar no se llama el Quintanar de la Orden?” ¡Al fin!
Dejemos a un lado que el tal Antonio había nacido en Quintanar y regresaba a ella de incógnito quince o dieciséis años después de su partida, acompañado de su mujer e hijos. Que el hombre al que pregunta es su propio padre, Diego Villaseñor. El curioso por conocer los motivos que alejaron a Antonio de su cuna, léase, no el capítulo en cuestión, sino la novela entera, que está preñada, como bizantina que es, de jugosas peripecias. Lo que aquí importa, y a ello voy, es saber si Cervantes ofreció un retrato de los vecinos de la villa que borrara la mala imagen de aquel Haldudo del Quijote. Lo hizo de la mejor de las maneras, según se desprende de este breve diálogo. A la pregunta de Antonio de si, por ventura, hay en el lugar hospital de peregrinos, a sabiendas de que nunca lo hubo, Diego le responde con estas palabras: “Según es cristiana la gente que le habita, todas las casas dél son hospital de peregrinos, y, cuando otra no hubiera, esta mía, según su capacidad, sirviera por todas”. Habla Cervantes de hospitalidad, referida a la virtud que se ejerce con peregrinos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades, según reza en los diccionarios. Hoy llamamos hospitalidad a la buena acogida y recibimiento que se hace a los visitantes. Eso también está en los diccionarios, pero yo lo tengo probado por propia experiencia, pues mi amigo Zarza pertenece a la misma cofradía de los Villaseñores de la novela. Reconciliado quedo con Cervantes por haber puesto a Quintanar en el sitio que le corresponde, pues aunque no soy hijo de ella, en ella viví en los años de la infancia.
Es posible que usted, amable lector, piense que, por incluir a Quintanar en la novela, Cervantes forzó mucho las cosas. En efecto, no es normal que, para viajar desde el norte de Europa a la ciudad de Roma, los peregrinos necesitaran cruzar España y, mucho menos, hacer parada en un pueblo situado en el corazón de La Mancha. Cabe pensar que lo hiciera dando por buena la expresión “todos los caminos conducen a Roma”, acuñada cuando eso era verdad, es decir, en tiempos del Imperio Romano. No era de aplicación en los de Cervantes, pero hizo fortuna y ahí se quedó. Lo que importa de verdad es que Quintanar adquirió la categoría de lugar cervantino y, gracias a la generosidad de aquel Diego de Villaseñor, se le puede poner la etiqueta de hospitalario. De mi cosecha es la idea de que, si la villa está en el camino de Roma, aunque quede un poco a trasmano, también lo está en los que conducen a otros lugares. Lo digo por propia experiencia, pues es el caso que, para ir de Gerona a Madrid, mis padres, y yo con ellos, dimos, allá por los cuarenta y pico del pasado siglo, un rodeo que nos obligó a pasar por Quintanar, donde fuimos bien acogidos durante los cuatro años que permanecimos en ella. Hace nada menos que sesenta y siete de mi marcha y muy pocos menos de que, todavía mozalbete, regresara a ella para breves estancias en plena canícula. Al empeño de Luis Añover Zarza debo haber puesto de nuevo los pies allí no una, sino tres veces. Y la verdad, no me arrepiento. Tengo la sensación de que mi caso es parecido al de Antonio Villaseñor, pues ambos nos fuimos y volvimos. Él tardó tres lustros en hacerlo y yo bastantes más, pero, como dice el refrán, más vale tarde que nunca.