Jerónimo López Mozo cuenta su regreso a Quintanar de la Orden, “el reencuentro” al pueblo de su niñez. Así vivió y sintió su vuelta, ésta es “su” crónica de viaje.
Hace 66 años, mis padres, mi hermana y yo salimos de Quintanar de la Orden, en la que habíamos vivido durante cuatro años, para instalarnos en Madrid. El motivo del cambio de residencia fue que mi padre, hasta entonces jefe de la oficina de Telégrafos, había sido destinado a la capital de España. Yo tenía ocho años recién cumplidos. En los veranos siguientes regresé a Quintanar para pasar algunos días en casa de un agricultor llamado Francisco Bellón, con el que mi familia había llegado a tener una estrecha relación de amistad a raíz de que mi padre diera clases al mayor de sus hijos para preparar unas oposiciones a banca. Mi última y muy breve visita tuvo lugar hace ya algunas décadas cuando hice un alto en un viaje a Murcia para mostrar a mi esposa Carmen la casa en la que había pasado parte de mi infancia. Ahora regreso adrede a aquel lugar de La Mancha, es decir, que no voy de paso, sino para una estancia de algunas horas. Lo hago en un coche de línea que, por mejor carretera que las que entonces había, hace el mismo recorrido que la vieja Golondrina, la que llevaba los equipajes en lo alto de la baca, a la que se encaramaban los agentes de “consumo” para inspeccionar si en ellos había gallinas y otros comestibles sujetos al pago de impuestos.
Confieso que no formaba parte de mis proyectos realizar esta visita, lo que es fácil de entender pues ni familia ni amigos tengo en Quintanar. Quintanar era, para mí, un recuerdo ya lejano conservado en un rincón de mi memoria. Hace algunos años lo rescaté cuando recibí el encargo de escribir una pieza de teatro inspirada en El Quijote. Hice la obra y le puse un prólogo en el que hablaba del pueblo. El azar quiso que la inagotable curiosidad de un quintanareño interesado en todo lo que tiene que ver con su patria chica y el auxilio de internet le permitió leer mi trabajo. Me buscó y me encontró. Quiso saber algo más de mí y me envió un correo electrónico, al que respondí con otro bastante extenso en el que daba cumplida respuesta a su demanda. Le sorprendió que, a pesar de los años transcurridos y de mi corta edad entonces, me acordara de tantas cosas. A mí también me sorprendió y acabé concluyendo que, a los vagos recuerdos de los años en los que viví allí, había sumado los de los veranos siguientes, en los que ya era un mozalbete. Pues bien, esa persona curiosa, y ahora puedo decir que tenaz, tiene por nombre Luis Añover Zarza. No tardamos en conocernos personalmente. El encuentro con él y con su esposa Isabel tuvo lugar en un bar de la Ribera de Curtidores, columna vertebral del Rastro madrileño. Hombre culto, sencillo en el trato, afable y hábil para vencer la resistencia de quien quiera llevarle la contraria, no le costó demasiado convencerme de la necesidad de que fuera a Quintanar. Aun tuve otro encuentro con ellos anterior al que ahora me ocupa. Fue en Almagro, a finales de julio, horas antes de que, en su Corral de Comedias, se estrenara mi versión del Pedro de Urdemalas, de Miguel de Cervantes. Allí, en la terraza de un bar próximo al teatro, hablamos un poco de todo y bastante más del prometido y todavía no realizado viaje. Decidí no demorarle y asi fue como poco después se lo anuncié para finales de agosto. El día 30, Carmen y yo salíamos de la estación de autobuses de Méndez Álvaro rumbo a la ciudad manchega.
Durante el trayecto, iba yo situando en un imaginario plano de la villa los lugares en los que había vivido y los que solía frecuentar. ¿Acertaría con su ubicación? ¿Existían todavía? Y sí así fuera, ¿los reconocería? ¿Me toparía con algún rincón no recordado que, al verlo, pusiera de manifiesto la existencia de algunas lagunas en mi memoria? Dando vueltas a estas cuestiones, cuyas respuestas no tardarían en llegar, dejamos atrás la autovía y enfilamos la carretera que, cruzando Villatobas y Corral de Almaguer, conduce a Quintanar. Llegamos, al cabo, a su estación de autobuses y allí, esperándonos, estaban Isabel y Luis, nuestros anfitriones, dispuestos a desempeñar, durante unas horas, la función de cicerones. Función que, por cierto, empezaron a ejercer allí mismo cuando señalaron que aquellas dependencias habían sido construidas sobre lo que fuera la estación de ferrocarril que unía Quintanar con Villacañas. Principio o fin de trayecto, según se mire, el tren o el “Trenillo”, como se le conocía popularmente, cuando yo vivía allí llevaba, según su composición, unas veces pasajeros y paquetería y, otras, cereales y otras mercancías pesadas. Tras recorrer veinticinco kilómetros y hacer parada en Villa de Don Fadrique y la Puebla de Almoradiel, permitía enlazar con los trenes de largo recorrido que unían Madrid y Andalucía. Un día aquel ramal fue clausurado, la estación demolida, desmontada la plataforma giratoria para invertir la dirección de las locomotoras y desmanteladas las vías. Nostalgias aparte, no es mala noticia que aquel camino de hierro sea hoy una vía verde por la que se puede transitar, no mucho más despacio que entonces, sorteando los ríos Cigüela y Riansares por los viejos puentes.
La visita, más sentimental que turística, nos condujo al núcleo urbano tras cruzar el desvío, como llamábamos a la carretera de circunvalación construida para evitar el paso de vehículos por el centro de la villa y hoy convertida en calle, porque las naves industriales han ocupado lo que antes era campo. Mi curiosidad por lo que iba a encontrar era grande. Sabía que no me sucedería lo que a Max Aub, quien se llevó una sorpresa mayúscula cuando, después de largos años de exilio, puso por vez primera los pies en España. Traía grabada en su cabeza la imagen del país asolado que dejó en enero del 39 y no esperaba encontrar otra distinta. Yo sí sabía que las calles de tierra estarían asfaltadas; que no me toparía en ellas a la aguadora que llevaba los cantaros a las casas, porque ahora ya hay agua corriente y hace tiempo que sale por los grifos y que los lavabos han sustituido a las palanganas; que no vería a los hombres liando cigarrillos de picadura y prenderlos con mecheros de yesca, ni encontraría a mujeres despiojándose unas a otras a la vista de todos; tampoco a los repartidores de programas de cine; y que por donde antes iban carros tirados por mulas y luego pasaron tractores y remolques, hoy solo vería coches. Sabía todo esto y alguna cosa más. En lo que no había pensado es en que también había mudado el paisaje que yo había conocido. Nada es eterno. De recordármelo se ocupó Luis. Él me iba informando de lo que seguía en pie y de lo que la piqueta se había llevado por delante.
La primera parada la hicimos en la ermita de la Virgen de la Piedad, en el corazón de lo que fue barrio judío. No había olvidado su torre ni la plazoleta rectangular aledaña, pero sí el interior del templo. Echamos a andar hacia la plaza de la Constitución, en la que, primera ausencia significativa, ya no está el templete de la música. En cambio, permanecía intacta la hermosa fachada modernista del Ayuntamiento, a cuyo interior nos asomaríamos más tarde para hacer un descubrimiento inesperado e ilustrativo de cómo, a veces, son los edificios los que, con sus mudanzas, mejor expresan el progreso o el deterioro de los pueblos. Pero de eso hablaré cuando toque, que será pronto. Retrocedimos hasta la angosta plaza en la que pensaba reencontrarme con la que fue mi segunda casa, a la que nos mudamos cuando la primitiva oficina de telégrafos, situada frente a la Cruz de los Caídos, fue clausurada. Nada queda de ella, sino un solar protegido por una tapia. En cambio, ahí sigue el estrecho callejón en pendiente por el que los chavales nos lanzábamos subidos a unas artesanales patinetas de madera dotadas de rodamientos a bolas. Tampoco se conserva el céntrico hotel Villa, en el que hacían parada y fonda los viajantes de comercio, ni el colegio de monjas en el que fui párvulo. En él caté lo que las hermanas llamaban pan del cielo, que no era sino los recortes de las hostias destinadas a la comunión de los fieles. Afortunadamente, sigue en pie el palacete de los Rada, popularmente conocido como la Casa de Piedra, al que se la ha dado un buen destino, pues hoy es sede del Museo Municipal. No pude asomarme a su interior para ver una exposición sobre Cervantes, que será clausurada en breve. Yo creo que Luis se disgustó más que yo por el fiasco, pero el martes es día de cierre y, como es normal, lo estaba a cal y canto. Dimos luego en la iglesia parroquial, dedicada a Santiago de la Espada, el matador de moros, que, siendo templo, su torre le proporciona la hechura de una fortaleza defensiva. Y a dos pasos, el edificio levantado sobre los cimientos del que fue mi primer domicilio. Enfrente estaba la tienda de comestibles, de la que solo conservo el recuerdo de las sardinas arenques dispuestas en barricas de madera. De allí, a la plaza de los Carros, hoy de Miguel Echegaray, dramaturgo como su hermano José, que nació en la villa por accidente, pue su madre se puso de parto cuando viajaba desde Madrid a Murcia. Para mí sigue siendo la de los Carros, aunque el único que quede en ella, versión moderna de los muchos que la ocuparon, sea un monumento que, desde su pedestal, dialoga con la más que centenaria y bien conservada fachada de la casa conocida como de Pic, ignoro por qué. En un bar cercano, aliviamos la sed y engañamos al estómago con unos pinchos de tortilla y sabrosos torreznos.
Antes de comer, aún hubo tiempo de franquear las puertas de tres lugares. La primera, la de la Casa Museo de la Mayordomía de la Virgen de la Piedad y Santísimo Cristo de Gracia, que acoge un tesoro religioso reunido con aportaciones de sus devotos, que siempre fueron muchos y, a lo que se ve, generosos. Vistos los mantos de la Virgen, los pasos procesionales y otros objetos curiosos, Luis me llevó hacia una pared tapizada de fotos antiguas. En una, me señaló la figura de un cura. “Ese es don Agustín”, me dijo. No reconocí al párroco del pueblo de aquellos lejanos años y, aunque nada comenté, al punto me di cuenta de que, por mucho que lo intentara, sería incapaz de poner cara a las personas que conocí. Recordaba sus nombres y hasta su talante, pero nada más. Durante el minuto escaso que contemple aquella imagen concluí que, en ocasiones, se cumple el dicho popular de que la cara es el espejo del alma. Los rasgos duros de la suya y su gesto adusto cuadraban con aquel azote de cristianos temerosos que llegó a amenazar con la excomunión a los que osaran ver la película Gilda.
Parada larga y grata fue que la hicimos en el Ayuntamiento. La fachada, que ya he mencionado, resulta ser el envoltorio de un moderno y amplio edificio de atrevida arquitectura, lleno de patios, galerías y despachos, de paredes blancas y de luz. Conservar las fachadas originales de edificios históricos cuyo interior es vaciado para construir otro nuevo es, hoy, práctica habitual. De ese modo, se protege el patrimonio artístico e histórico. Pero no solo eso. El inevitable contraste entre lo antiguo y lo moderno suele ilustrar, mejor que las cifras y los datos estadísticos, sobre lo que fue el pasado de un pueblo y lo que es su presente. Así sucede en el caso del consistorio quintanareño. Del mismo modo que las casas blasonadas que se conservan en calles como la de las Aguas nos recuerdan que ésta fue tierra de hidalgos, a cuya estirpe pertenecía don Quijote, el porte de la fachada modernista nos habla de que, cuando fue construida, supongo que a finales del XIX, la villa era próspera. Lo era, en efecto, pues a su actividad agrícola se añadía una importante actividad comercial e industrial. En 1946, año de hambre y otras penurias heredadas de la Guerra Civil, Quintanar sobrevivía mejor que otras poblaciones cercanas. Tenía, que yo recuerde, dos fábricas de chocolate y una de anís y el trasiego de agentes comerciales y tratantes por la oficina de telégrafos para enviar o recibir giros era constante. Siguiendo el mismo razonamiento, la contemplación del remozado edificio me anima a suponer que sigue viva aquella pujanza, al menos hasta donde lo permite la actual crisis económica que sufre el país. Lo digo con la debida prudencia, pero confiado en que, en esta ocasión, las apariencias no engañen. Otros argumentos he encontrado a favor de mi tesis en las horas de paseo por las calles limpias y plazas de una población llena de nuevos edificios y que ha crecido hasta el punto de que la otra ermita de la Piedad, levantada extramuros, hoy está dentro del núcleo urbano.
Tampoco es mal medidor de la salud de un pueblo la atención que se presta a la cultura. He visto la Casa de Piedra convertida en museo y me dice Luis que la ermita de la Concepción es actualmente sala de exposiciones, habiendo sido bautizada con el nombre de La Ermitilla. Pero el mayor espacio dedicado al arte es el propio Ayuntamiento, en cuyas paredes cuelgan tal número de pinturas que bien puede decirse que, a su condición de casa consistorial, se añade la de pinacoteca. El fondo está formado por las obras premiadas a lo largo de un cuarto de siglo en el que empezó llamándose Certamen de Pintura Villa de Quintanar y hoy se denomina Premio Nacional de Pintura Antonio Arnau, prestigioso paisajista local fallecido hace apenas cinco años. El temor a que ese importante patrimonio pueda perderse en un futuro no lejano es fundado, pues se observa cierto descuido en la conservación de los lienzos. Cambiar los marcos para evitar que se deformen sería el primer paso.
El tercer interior al que accedimos fue el de la citada ermita de la Piedad, la que se ha integrado en el paisaje urbano, aunque un jardincillo acogedor y tranquilo crea la ilusión de que sigue estando en medio del campo. De allí, cruzando calles flanqueadas por chalés, nos desplazamos al restaurante Granero, en el que no solo hicimos los honores a una exquisita comida regada con buen vino, sino que alargamos la sobremesa, dando tiempo a que don Juan Carlos Navalón, alcalde de Quintanar, recién llegado de Toledo, tuviera la deferencia de acercarse a saludarnos. Fue breve el encuentro, aunque lo apuramos tanto que a punto estuvimos de perder el autobús. Lo paramos haciendo señales con la mano al conductor cuando ya enfilaba la carretera. Estando el restaurante a dos pasos de la estación de autobuses, tuve la sensación de haber hecho un recorrido circular, pues curiosamente la visita a Quintanar concluyó donde la habíamos iniciado. Me quedé sin ver algunos lugares, como la plaza de toros, a la que nunca entré, pero cuya fachada neomudejar me llamaba la atención; la ermita de Santa Ana y el cercano rollo o lo que quede de la Venta de la Encina.. Pero, sobre todo, alguna casa con portada, patio y corral como la que pertenecía a aquel labrador amigo de mi familia llamado Francisco Bellón, en la que pase algunos veranos. El deseo de llenar esas lagunas no es mal pretexto para un nuevo viaje. Pero no es el único posible. Se me ocurre, por ejemplo, que sería interesante recorrer Quintanar sin fijarme en sus edificios y monumentos. Buscaría en calles y bares a personas de mi misma edad, año arriba, año abajo. Personas que, en su mayoría, vivían en el Quintanar de entonces y que allí siguieron cuando yo dejé de ser su vecino. Estoy seguro de que encontraría a algunas que sabrían decirme qué fue de gentes que conocí y de las que nunca más supe. Las preguntaría por don Anselmo, el médico que siempre que pasaba delante de casa entraba a saludarnos, estuviéramos o no enfermos; por Camuñas, el celador que se curaba los forúnculos aplicándose una boñiga de caballería; por Paco, el repartidor que llevaba los telegramas a sus destinatarios aunque vinieran sin dirección; por don Rafael, nuestro vecino, hombre culto y ciego que se ganaba la vida dando clases particulares, y doña Ángeles, de la que pocos sabían que no era su esposa; por Leví, el droguero que poseía mil fórmulas secretas para la elaboración de productos de limpieza y para mezclar pinturas; por Antoñito, el hijo de madre soltera de cuya educación se hicieron cargo sus tíos y que fue uno de mis primeros amigos; por el sobrino de Don Agustín, otro de mis compañeros de juego, que sisaba a su madre para gastarlo en pipas, paloduz, garbanzos torrados, sobres de litines, pastillas de leche de burra y otras chucherías; por “la catahuesos”, mote heredado de su abuelo, a la que no recuerdo haber visto en mi vida, pero de la que se hablaba mucho, no sé si bien o mal; y por “la meninges”, apodo que una vecina se había ganado a pulso por estrujárselas demasiado.
Podría buscar más excusas que justificaran otra visita a Quintanar. Las expuestas son, sin embargo, bastantes. De modo que, desde que puse los pies en Madrid, no dejo de pensar en el momento de coger, de nuevo, el coche de línea.
Por Jerónimo López Mozo